Desde chiquito, Armin quería ser caníbal; al mismo tiempo y sin conocerse, Jürgen fantaseaba con ser devorado vivo. Nunca hubieran llegado a conocerse en otro siglo, pero ya vivían en este siglo. El seis de junio de 2001 se encontraron de casualidad en un foro de internet, se contaron sus deseos y programaron una cita para el fin de semana. Para comer. En realidad, para comerse uno al otro.
Esto puede pasar solamente en épocas de redes sociales. En nuestros tiempos, si por ejemplo desarrollábamos el deseo de comernos vivo a alguien, lo más probable es que jamás hubiéramos encontrado a otro que se dejara comer.
No hace mucho me contaron que existe una clase de gente que quiere ser amputada. Parece mentira, pero es verdad. Se reúnen en unos foros macabros donde conversan sobre sus deseos de que les corten una pierna, un dedo, un brazo. Y cada vez que llega un nuevo a ese foro, se sorprende de ver a tantos con la misma necesidad. «Yo creía que esto me pasaba solamente a mí», dicen todos cuando llegan.
En 2001, Armin Meiwes (el caníbal de esta historia) era un técnico informático de cuarenta y tres años que vivía en Rotemburgo. Pasó la adolescencia entera sin hablar con nadie de sus ganas de comer gente. ¿Cómo hubiera podido charlar sobre eso? ¿Con quién? Creció y llegó a la adultez con el secreto atragantado.
En la otra punta de Alemania vivía Jürgen Brandes, un militar retirado de cuarenta y dos años que fantaseaba con que alguien le masticara el cuerpo, de a poquito, de a rebanadas, con él mismo mirándolo todo. Pasó cuatro décadas, Jürgen, creyéndose loco y sabiendo que nunca iba a encontrar a nadie con quien poder hablar del tema.
En el siglo pasado, a toda esta gente le quedaba únicamente la opción de matarse. Era imposible para ellos pensar que encontrarían, en su barrio, en su ciudad, a otros con los mismos placeres descarriados.
Ya quedan muy lejos los tiempos donde la última opción del hombre era el suicidio triste. Ahora, con una conexión 4G y un poco de suerte, podemos encontrarnos con un grupito de nuevos amigos de Twitter con las mismas patologías que nosotros.
El día que Jürgen Brandes tocó el timbre de la casa de Armin Meiwes, el anfitrión estaba en la cocina preparando una ensalada. Armin se había vestido con un traje que le quedaba perfecto; Jürgen llegó con una camisa salmón.
—Traje el vino —dijo el recién llegado cuando el otro le abrió la puerta y, señalándose a sí mismo, agregó—: y también el postre.
Horas más tarde, para el mundo tradicional se iba a cometer un asesinato del que se habló años enteros en Alemania. A Armin Meiwes se lo acusó de grabar durante cuatro horas la mutilación, el asesinato y el posterior festín gastronómico de su amigo Jürgen Brandes, que vio con sus propios ojos el principio de la fiesta, pero ya no le llegaba la sangre a la cabeza cuando su amigo se comió los veinte kilos restantes de su cuerpo en una semana.
Los dos eran adultos, los dos querían hacerlo —esa fue la defensa del abogado de Armin—, los dos habían consensuado los detalles de la cena y, sobre todo, estaban de acuerdo en lo que había para comer.
No es el principio de la locura lo que pasó esa noche de 2001 entre dos alemanes de mediana edad. Es el final de la desesperación solitaria y el principio de una nueva forma de patología: la grupal, la que antes solamente se daba en algunas sectas caribeñas.
Era junio de 2001, era el nacimiento de este siglo. Meses más tarde, el impacto de unos aviones contra unos edificios neoyorquinos iba a cambiar para siempre nuestra visión del mundo, obligándonos a decir por primera vez la frase: «Yo pensé que esto nunca iba a pasar».
Pero fue un poco antes, en Alemania, cuando empezó a torcerse sin remedio el sentido de la locura solitaria del hombre. La indivisible, la secreta. Fue entonces que empezamos a escuchar esa otra frase que ahora escuchamos cada vez más: «Yo creía que esto me pasaba solamente a mí».