La imagen le resultó perturbadora. No tanto por la sangre, sino porque un tiempo atrás, en otro taxi, le había pasado lo mismo: la nuca de otro conductor, un cincuentón igual que este, también sangraba.
Esa repetición lo abrumó. Fogwill se preguntó en silencio cuánto tiempo iba a tener que aguantar esa escena espantosa. Afuera había tránsito. El taxi paraba cada veinte metros porque estaban en el centro y en hora pico, así que supuso que el viaje iba a ser de los largos: si no quería pasarla mal, iba a tener que distraerse mirando por la ventanilla.
Pero no podía. La nuca del taxista era un imán. Esa vez, al igual que la anterior, no quedaba claro dón de estaba el orificio, la herida, la llaga o el «estigma» (porque también había una chance de que esa asquerosidad tuviera una explicación religiosa, o divina). Y tampoco estaba claro, pensaba Fogwill, qué debía hacer ante una situación así. La primera vez se había hecho el boludo pero quizás ahora, que la historia se repetía, fuera el momento de hablar.
El tema era cómo encararlo. Cómo decirle al taxista que tenía un hilo de sangre en la nuca y que le estaba llegando al cuello de la camisa celeste, y que en cuestión de minutos se le iba a hacer un enchastre.
Muy incómodo, Fogwill prendió un cigarrillo y dio una pitada para juntar coraje, y con toda la educación del mundo aprovechó que el auto se detuvo en un semáforo y le dijo al chofer, fingiendo un tono casual: «¿Escuchó la radio? Dicen que están volviendo a aparecer los taxistas que sangran».
El comentario tomó al chofer por sorpresa. Lentamente dijo que sí con la cabeza, como si recién estuviera empezando a pensar en el tema, y al final dijo: «Sí, se anda comentando eso», pero después hizo silencio.
Incómodo con ese vacío, Fogwill trató de pasar a otro tema y elogió la limpieza del auto, pero ni bien el chofer respondió, el pasajero volvió a su tema central:
«Casualmente», dijo, «ayer mi mujer me hablaba de… bueno, de que habían vuelto a aparecer los choferes de taxi que sangran, ¿qué andará pasando?».
El chofer se encogió de hombros y no contestó. El tema le importaba poco, pero Fogwill ya estaba em perrado y quiso ir a fondo: «¿No los perjudica a ustedes?», dijo. Tan desganado como antes, el conductor respondió: «Ni idea… Igual si hay tantos taxistas que sangran algún provecho sacarán, ¿no?».
Fogwill se quedó atónito con la caradurez del chofer y sin cortesía esta vez fue a los bifes:
«Oiga», le dijo, «no será usted uno de los que sangran, ¿no?».
El taxista lo miró fijo a través del espejo retrovisor: «¿Por quién me tomó?», le dijo, y con su reacción severa hizo que Fogwill olvidara el cuadro dantesco que tenía por delante: la camisa del chofer, apretada contra la espalda, estaba siendo tomada por un tono borravino que empezaba a expandirse por toda la tela.
Fogwill intentó cambiar de tema. Habló de la avenida Corrientes, de las librerías, de los cines, y de ahí pasó a Fellini, a Mastroianni… ya no sabía qué otra cosa decir, hasta que no aguantó y volvió a su tema.
«Pero a ver», dijo, «solamente quiero su opinión: si usted fuese un pasajero y le tocara un chofer que sangra, ¿qué haría?».
«¡Qué sé yo qué haría!», respondió el taxista.
«Bueno, hombre», dijo Fogwill, «usted es del gremio, alguna idea tendrá, por eso le pregunto…».
Entonces el chofer pensó unos segundos, hasta que finalmente giró sobre sí mismo y miró a Fogwill a los ojos y le dijo: «A mí, que un taxista sangre o no sangre me da igual. Lo único que me importa es que maneje bien».
Después de esas palabras —que fueron las últimas— el chofer se dio la vuelta y volvió a mostrar su espalda: una espalda roja y viscosa. La sangre ya empezaba a volcarse, como un tacho de pintura mal cerrado, sobre la tela gris del asiento.