La misma señorita Emilia, en vida, había sido una reliquia. O al menos así fue desde que un funcionario la eximió de pagar los impuestos después de que muriera su padre. Emilia le daba tanta pena que, además, ese funcionario inventó una excusa para que ella no pensara que recibía limosna, y así fue como Emilia —sin molestarse en pedirlos— ganó ciertos privilegios de clase.
Pero eso a la gente no le molestaba. Emilia era tan delicada que el pueblo entero sentía compasión por ella. No solamente porque había perdido a su padre, sino porque nunca había tenido novio. Su familia era tan tradicional que jamás le habían aprobado un pretendiente, y Emilia creció tan sola que una vez compró un frasco de arsénico y todos pensaron que era para suicidarse. Pero no se mató. Y algunos creen que eso no pasó porque en el medio conoció a un hombre. Era el capataz de unas obras que se estaban haciendo en el barrio, y fue la única persona con la que Emilia se ilusionó de verdad.
Tenía razones. El candidato la correspondía. Aunque era huidizo y andaba diciendo en los bares que él no estaba hecho para el matrimonio, algo le habrá dicho a Emilia, porque ella empezó a organizar la boda. Compró varios trajes de hombre, le encargó los anillos a un joyero, y empezó a planear la parte social del casamiento.
En eso estaba, cuando se acabó la obra pública y el capataz desapareció del mapa. Todos en el pueblo estaban consternados por la pésima suerte de Emilia. Y si bien unos días después el capataz fue a visitarla, los vecinos entienden que se trató de una despedida, porque al hombre no se lo vio más, y porque Emilia no volvió a pisar la calle.
Así, en ese misterio, pasaron los años. La gente sentía tal compasión que nadie se atrevía siquiera a tocarle la puerta.
Una vez, de hecho, hubo una denuncia por el mal olor que salía de la casa, pero como ningún inspector se animaba a decirle a Emilia que su casa olía mal, esperaron a que se hiciera de noche, se metieron en el jardín, limpiaron un poco la inmundicia que se había acumulado durante todos esos años y se fueron en silencio.
Los primeros en ver a Emilia en persona fueron los funcionarios del nuevo gobierno. Con el cambio de gestión, decidieron que ya no podía seguir manteniendo sus privilegios y mandaron a un funcionario para que la invitara a pagar sus impuestos.
La casa era oscura, olía a encierro, y tenía la única asistencia de un sirviente negro que desde hacía años realizaba las compras, y abría y cerraba la puerta de entrada. Ese hombre llevó al funcionario hasta Emilia, que se había convertido en una mujer obesa y canosa, con ojos muy negros y carácter porfiado. Sin perder la tranquilidad, Emilia le dijo que ella no pagaba impuestos, y le cerró la puerta despacio.
Nunca más volvió a ver gente. Y en ese pozo de silencio, cayó enferma y murió. Llegado el funeral, dos primas lejanas —la única parentela viva— se ocuparon de abrir la casa y de recibir a las visitas. Ahí fue el pueblo entero.
Recorrieron la planta baja y el primer piso como si fuera un museo que abría por primera vez, y se quedaron ante la puerta cerrada de una habitación que tenía llave. Cuando buscaron al sirviente negro para pedirle que abriera, notaron que este se había ido. Así que la policía forzó la cerradura para poder entrar.
Adentro, la habitación estaba tapada de polvo. Había una costra de mugre apoyada sobre las cortinas, las pantallas y la araña de cristal, y esa pátina de suciedad tapaba también una corbata que estaba apoyada en una silla —como si alguien se la acabara de quitar—, y un traje de hombre delicadamente doblado, y un par de zapatos con sus medias. Nadie quiso mirar más, pero el cuadro se completaba con lo otro: más allá, el polvo también cubría los restos de un hombre que yacía en la cama.
A su lado, una almohada mantenía todavía la depresión dejada por otra cabeza. ¿Cuántos años, se preguntaron todos, cuántos años habrá dormido Emilia junto al cadáver del capataz?