Yo soy ese porque en la vida hay roles que tenemos que cumplir. Alguien tiene que ser el borracho que da vergüenza ajena, alguien tiene que ser la potra con el vestido rojo, alguien tiene que ser el novio, alguien tiene que ser la bisabuela que fuma, y alguien tiene que ser un primo que vino de Boston especialmente para el casamiento.
Yo soy el gordo aburrido de la mesa del fondo. Y no me quejo. Solamente me agobia un poco saber que voy a tener que estar ahí esas cuatro horas. Es la sensación de pánico que me da ver tan de cerca al ser humano convertido en trencito.
Mi rol en los casamientos es convertirme inmediatamente en un tipo aburrido. Esto consiste, sobre todo, en no reírme de los chistes de nadie, en no emborracharme, en no participar de las conversaciones masculinas que giran, siempre, en torno a cogerse una prima de la novia, en no bailar ni a punta de pistola.
Mi rol consiste en mirar con los párpados entrecerrados los ritos que ocurren cada media hora: el vals, la liga, la torta, el ramo, el Sacá la mano, Antonio, el cuñado gracioso, la invitación a tomar merca de un tipo que no conocés de nada.
Yo, impertérrito.
Mi función consiste en fingir que no estoy. En los casamientos hay roles activos y hay roles pasivos. Por ejemplo: la potra del vestido rojo y yo somos pasivos. Estamos ahí para ser vistos, para que los demás no intuyan que falta algo. «¿Está la potra?», todo bien. «¿Está el gordo aburrido? », todo bien.
Los roles activos, en cambio, están en la fiesta para ser padecidos. El baboso es un antagonista activo y debe molestar a la potra del vestido rojo. Está escrito. Su consigna secreta, su tarjetita del TEG, dice: «Ocupá seis países de Asia o cogéte a la de rojo en un ligustro». ¡Y el tipo va! Todo el tiempo. ¡Todo el casamiento va!
Yo también tengo un antagonista activo. Mi antagonista es la simpaticona medio borracha que quiere sacar a bailar al aburrido. Esa es su consigna en la fiesta. Sacarme a bailar; a toda costa.
Las chicas que cumplen el rol de «simpaticonas» no tienen ganas de bailar conmigo ni de bailar con nadie: lo que quieren es convertirse en aquella que logró hacer que el gordo aburrido baile. Y va a usar todas sus armas, que en general son el buen humor y el escote, para conseguirlo.
Si lo pensamos bien, todo el mundo tiene su antagonista, pasivo o activo. Y a mí me parece que, en el fondo, no elegimos nosotros estos papeles secundarios. Me parece que nos vienen de fábrica.
Cuando tengo que ir a un casamiento, me quedo en la mesa sentado y veo cómo pasan las horas y no lo puedo creer. Veo a todo el mundo ahí, riéndose, y ya son casi las cinco de la mañana… Siguen haciendo el trencito, toman cosas del pico, se ponen la corbata en lugares que no son el cuello. Gritan, sospechan que se divierten.
Cientos de personas oyendo una música que nunca pondrían en su propio tocadisco, bailando de una manera que no tiene gollete, brindando por cosas que no son la verdad.
Todos ellos, y yo también, estamos ahí componiendo la coreografía del caos. Tenemos un mandato y lo cumplimos. A mí me dijeron: «Andá a ese casamiento porque necesitamos a un gordo aburrido». ¡Y fui!
Andá, sentate al fondo y pensá con resignación en quiénes somos y en por qué vivimos. ¡Y fui!
Y no me quejo. Porque alguien tiene que hacerlo…
La vida sería un disparate si todos, absolutamente todos, fingiéramos al mismo tiempo que somos un trencito de imbéciles bailando la conga; si nadie se quedara en la oscuridad, quieto, con gesto incrédulo, sintiendo fascinación por la condición humana.