El amor es una goma elástica (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Mi mamá, Chichita, una señora dos veces viuda de más de setenta años, se enteró al mismo tiempo de dos noticias: que me había dado un infarto y que me había separado de mi mujer.

Cuando se lo contaron, Chichita lloraba y lloraba, pero no podía decidir cuál de las dos situaciones la ponía más triste, si el infarto o el divorcio. De hecho, evitó contarle a su propia madre Beatriz (mi abuela, de noventa años) lo que me había pasado.

Mi abuela había estado casada un millón de años con mi temible abuelo Marcos, y jamás se le había pasado por la cabeza el divorcio. Chichita le ocultó a su madre la desgracia del nieto para preservarla de las tristezas, pero si hubiera tenido que hacerlo (me dijo después) le habría contado sobre el infarto y no sobre el cambio en mi estado civil. A mi mamá el divorcio le parece más trágico que el ataque cardíaco.

A mí me cuesta pensarlo de esa manera, porque una de las dos noticias es una decisión meditada y libera a una pareja de su error. En cambio, la otra noticia es preocupante: se trata de la peligrosa lesión de unos tejidos en el pecho que provocan que ya no podamos fumar, ni comer con sal, por ejemplo.

Para mí no hay punto de comparación entre un infarto y un divorcio. Pero ¿esto que siente a mi madre es puramente generacional? Sospechar que en una separación solamente puede caber la tristeza, o que es un dolor equiparable a una enfermedad mortal, ¿es algo que sienten las señoras de casi 254 setenta años, dos veces viudas, católicas, sudamericanas y educadas en la perdurabilidad del amor, o es un prejuicio extendido?

Lo que hice unas semanas más tarde, cuando los médicos me permitieron volver a escribir, fue testear esta pregunta entre un grupo muy variopinto de gente. Escribí un relato sobre los detalles de mi infarto donde, de un modo lateral, sin explicar mucho y haciéndome el desentendido, dejaba entrever también que me había divorciado. Y un martes cualquiera publiqué el texto en mi blog, donde suelen ir a entretenerse muchos lectores de edades y de geografías muy diversas que conocen bastante bien mi vida privada. Les quise contar a ellos el asunto del mismo modo que se enteró Chichita, es decir, rápido, de sopetón, para espiar sus reacciones en los comentarios.

El resultado fue alucinante. A la mayoría de los lectores les importó un carajo que yo haya estado al borde de la muerte. Minimizaron la tragedia, les chupó un huevo que yo ya no pudiera fumar, ni comer frituras, ni cosechar porro en mis macetas. El gran debate de los comentarios del blog fue la grandísima tragedia del divorcio.

En el fragor de la charla, muchos dieron por sentado que mi exmujer había sido abandonada, o por lo menos que estaba sufriendo, sintieron tristeza y decepción por la noticia del divorcio y casi ni les llamó la atención la trama principal, ni siquiera los detalles sobre el infarto.

Una lectora mexicana grabó un video en YouTube diciendo que yo era un miserable. Otro lector aportó una frase de Enrique Jardiel Poncela que dice que el amor es como una goma elástica que dos seres mantienen tirante, sujetándola con los dientes; un día, uno se cansa y suelta, y la goma le da al otro en las narices.

Otro grupo muy divertido, que entiende bien la fusión entre vida y literatura, confesaba que iba a echar de menos a mi exmujer Cristina como personaje de mis historias y que iba a rechazar con prejuicio cualquier aparición futura de Julieta, mi nueva pareja, a la que bautizaron con seudónimos horribles. Se habían convertido todos en Chichita. Todos eran mi mamá.

Ese relato tiene más de doscientos comentarios en mi blog. Por primera vez en los doce años, yo no contesté ninguno. Ese relato apareció unos días más tarde en Clarín y entonces mi abuela Beatriz, la anciana que no debía enterarse de lo que había pasado, se enteró.

Mi mamá fue a visitarla la tarde siguiente y mi abuela estaba más silenciosa de lo habitual. Después del té, madre e hija se sentaron a ver televisión. Mi abuela entonces preguntó, sin vueltas:

—¿Así que Hernán tuvo un infarto?

Mi mamá, sorprendida, le dijo que sí. Mi abuela dijo:

—Decile que se cuide, que no sea pavo.

Mi madre le dijo que sí de nuevo y las dos volvieron a quedarse en silencio. Al rato mi abuela dijo:

—¿Y es verdad que se separó, como dice el diario?

Chichita suspiró profundo, viéndose venir el melodrama, y le dijo que sí, que mi exmujer y yo ya no vivíamos juntos. Entonces mi abuela Beatriz bajó la vista y dijo:

—Ay, nena, qué suerte… Si yo hubiera podido hacerlo en mis tiempos.

Hernán Casciari