El cajón secreto
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Mi papá fue la persona más tímida que yo conocí en la vida. Supongo que su principal objetivo era pasar desapercibido. Era gestor impositivo. Se pasaba el día contando plata que no era de él. Y yo lo miraba todo el tiempo porque no sabía, no lo podía entender.

Y vi, cuando era chico, que él abría y cerraba el segundo cajón de su escritorio, todo el tiempo, pero nunca lo dejaba sin llave. Era su lugar secreto. 

Un domingo que yo estaba solo en casa, encontré la llave (de casualidad) y abrí el cajón de Roberto. Adentro había un montón de cosas interesantes: había un cronómetro de carreras de regularidad (porque mi viejo corría en auto), un cronómetro pesado, lindísimo. Un fajo de billetes de cien pesos ordenados de la manera bancaria y al fondo, envueltas en papel madera, había una colección de seis revistas en otro idioma, llenas de fotos de mujeres desnudas y hombres desnudos arriba de las mujeres desnudas haciendo acrobacias. O lo que a mí a los ocho años me parecía que tenían que ser acrobacias.

Ese domingo yo me robé del segundo cajón de mi papá, tres billetes del fajo de cien y dos revistas pornográficas. Acomodé el resto como si no hubiera pasado nada y me fui a mi pieza con el botín escondido abajo de la camiseta. 

Yo en ese momento no me di cuenta porque era chico, pero ahora lo tengo claro. Eran revistas pornográficas europeas, traídas a la Argentina por algún amigo sibarita de mi papá. Era 1979, plena dictadura, no se vendía esa clase de porno en Argentina. No eran desnudos, estéticos, quiero decir, era un porno tremendo, interracial, con tríos, había vergas gigantes. Era tremendo.

Yo pasaba las hojas con extrañeza y con pudor. Me llamaban mucho la atención dos cosas: las protuberancias físicas de los adultos llenas de pelos (yo no sabía que había pelo en alguna parte del cuerpo) y las vocales, las letras «a» con dos puntitos arriba. ¿Qué hacían las letras «a» con dos puntitos arriba? Eran revistas danesas. Yo no lo sabía. 

A la mañana siguiente me fui al colegio con las dos revistas y los trescientos pesos. En el primer recreo me compré más sánguches de los que un gordo de ocho años podría comer en toda su vida escolar, y en el segundo recreo le mostré a mi compañerito de banco, a Juanjo Bugarín, las revistas. Juanjo Bugarín no lo podía creer, me declaró inmediatamente el mejor amigo del mundo. Por esa amistad, le regalé a Juanjo una de las revistas.

Cuando llegué a mi casa, con sesenta y tres pesos y una revista sola, todo estaba en orden. Me sentí aliviado, nadie había entendido que yo había robado nada. En medio de la cena, sin embargo, sonó el teléfono. Lo atendió mi mamá.

Del otro lado del tubo escuché nítidos los gritos de la madre de Juanjo Bugarín. Los ojos de Chichita (de mi mamá) se hicieron cada vez más grandes. Había algo raro en la mirada de mi vieja, algo nuevo que al principio no descubrí. Ahora lo sé, porque entiendo la historia desde la perspectiva matrimonial, esa mirada no era para mí, era para mi papá.

Chichita cortó el teléfono y se acercó a la mesa, enojadísima. En esa época, cada vez que yo me mandaba alguna cagada muy grande, mi mamá se acercaba y yo me tapaba la cara. Por eso, el resto de la conversación la escuché, pero no la vi. Yo no sabía a quién miraba Chichita cuando colgó.

—¡Te voy a hacer pasar la vergüenza del siglo por pelotudo! —decía mi vieja y yo pensé que me lo decía a mí. —¡Vas a ir ahora mismo a tocar el timbre de los Bugarín y vas a pedirles que te devuelvan esa mierda! —y yo pensé que me lo decía a mí. —¡Y vos, imbécil, lo vas a acompañar! —y yo pensé que se lo decía a mi papá.

Salimos a la calle mi papá y yo. La casa de los Bugarín quedaba a dos cuadras. Caminé con mi padre esos doscientos metros en silencio. Nunca supe que el humillado no era yo. Que el castigo lo imponía la esposa al marido y no la madre al hijo. Que la vergüenza era para un hombre que vivía su vida serena de gestor impositivo en un pueblo donde lo único que hay que hacer es pasar desapercibido. Yo lo conocí un montón a Roberto, dentro de lo poco que él se dejaba conocer, y les puedo asegurar ahora, que tengo más años de los que tenía él esa noche, que la vergüenza de ese hombre fue infinita. 

Mi papá tuvo que tocar timbre en la casa de otra gente, tarde a la noche, para pedir que le devuelvan una revista pornográfica con vergas gigantes, en 1979. Me acuerdo perfectamente de lo que le costó hablar, saludar, pedir disculpas. La mirada de la madre de Juanjo Bugarín lo escaneó a mi papá de arriba abajo. La mujer le devolvió la revista sin hacer contacto físico, sin hacer contacto visual con mi papá y le cerró la puerta en la cara a Roberto Casciari, el tipo más bueno del barrio.

Me acuerdo que después nos volvimos los dos con la revista en la bolsa, muy tarde a la noche, sin decirnos nada mi papá y yo. Hay un detalle que me emociona mucho de esta historia. Creo que escribí este cuento solamente por este detalle: mi papá y yo hicimos las dos caminatas, la de ida y la de vuelta, agarrados de la mano.

Hernán Casciari