Anoche le contaba a mi hija el cuento de Hansel y Gretel. Y en el momento en que los hermanitos se pierden en el bosque y empieza a anochecer (en esa parte tétrica del cuento) mi hija, en vez de asustarse, me dice:
—¡Pero que lo llamen al papá por el WhatsApp!
Y yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no sabe que hubo una vida antes del celular. Y descubrí al mismo tiempo qué horribles serían todos los cuentos si el teléfono móvil hubiera existido siempre.
Pensamos en cualquier historia clásica, en cualquiera: Blancanieves, Caperucita, Pinocho. Pero no tiene que ser para chicos solamente: La Odisea, El hombre de la esquina rosada, Cien años de soledad, la que sea.
Y ahora pongamos en el bolsillo del protagonista un teléfono con WhatsApp. No un teléfono fijo, grande, con cable. Si no un teléfono inteligente, un teléfono móvil: con 4G, con saldo, con roaming.
¿Funciona la historia? ¿Funciona el cuento ahora que los personajes pueden llamarse desde cualquier lado? No. No importa qué historia elijamos, la trama no funciona.
Con un celular en la mano, Penélope ya no espera con incertidumbre a que el guerrero Ulises vuelva del combate porque Ulises le comparte la ubicación por WhatsApp. Con un celular en la canasta, Caperucita alerta a la abuela a tiempo y la llegada del leñador no es necesaria. Y el chanchito de la casa de madera le avisa a su hermano por el grupo de WhatsApp de los chanchitos que está por llegar el lobo. Y Gepetto recibe una alerta de los papis de la escuela, avisando que Pinocho se hizo la rata. ¡No hay cuentos!
Un enorme porcentaje de las historias que les contamos a los chicos tienen como principal fuente de conflicto la distancia, el desencuentro y la incomunicación.
La historia romántica por excelencia, Romeo y Julieta, basa toda su tensión dramática final en una incomunicación: ella finge un suicidio, él la cree muerta y se mata, y entonces ella, cuando se despierta, se suicida de verdad. Si Julieta hubiese tenido WhatsApp, le habría mandado un audio a Romeo en el capítulo seis:
«Me hago la muerta, pero no estoy muerta. No te preocupes, no hagas boludeces. Beso, nos vemos en Verona». Y entonces las últimas cuarenta páginas de la obra no se hubieran escrito nunca. ¡Shakespeare hubiera sido fiambrero!
Todas las historias fracasan si le damos un teléfono con datos al protagonista. Todas esas películas donde el chico corre por la calle al aeropuerto, porque llueve, y porque no hay taxis, para que ella no suba al avión, ahora se solucionan con un mensaje de texto.
Ya no hay ese apuro cursi, ese remordimiento, esa explicación que nunca llega; ya no hay que detener a los aviones ni hay que cruzar los mares.
Y entonces me pregunto: ¿No estará pasando lo mismo con la vida real? ¿No estaremos privándonos nosotros de aventuras novelescas por estar conectados todo el tiempo? ¿Alguno de nosotros, alguna vez, va a correr al aeropuerto para decirle a la persona que ama que no suba a ese avión, que la vida es acá y es ahora?
Yo creo que no, creo que le mandamos, como mucho, un WhatsApp lastimoso, un mensaje breve desde el sofá. Eso sí: con mayúsculas, para que parezcamos más desesperados. ¿Para qué hacer el esfuerzo de vivir al borde de la aventura, si podemos solucionar todo con un mensaje? Cada audio de WhatsApp importante que mandamos es un cuento menos:
«Abuela, cerrá con llave porque un lobo se quiere hacer pasar por mí».
Un cuento menos.
«Guarda, Blancanieves, me llegó data de que la manzana está envenenada».
Un cuento menos.
«Papá, vení a buscarnos, porque unos pájaros se comieron las migas de pan».
Un cuento menos.
Nuestras palabras son cada vez más veloces, pero las historias que contamos están perdiendo el brillo. Porque sin querer, sin darnos cuenta, nos estamos convirtiendo en héroes perezosos.