El Libro de Oro
6m

Compartir en

Que te recontra reloj

Compartir en:

Hacía más de un año que Agustín guardaba las tizas en un libro de su padre, de lomo ancho, llamado el Libro de Oro de Quilmes Campeón. La idea se la había dado su antiguo dealer. «Siempre guardá la merca en otra casa».

El padre de Agustín vivía solo, y el Libro de Oro estaba en un estante lleno de otras cosas. Nadie lo tocaba. Hacía ya más de un año Agustín eligió el libro y le hizo un hueco en las costuras. En ese hueco entraban tres tizas. Una tiza son diez gramos de cocaína pura, del tamaño de un habano, generalmente boliviana. 

Con cada tiza pura, y un poco de maicena, Agustín armaba hasta cincuenta gramos de merca mala para vender en el barrio. Vivía de eso y tomaba gratis. Por eso cuando fue a buscar el libro, como todos los primeros viernes, se puso pálido. El estante estaba vacío.

Esperó a que su padre se despertara y, sin perder la compostura, le preguntó por el Libro de Oro de Quilmes. Esperó la respuesta fingiendo serenidad. El padre le dijo:

—¿Ese libro? Hace un tiempo se lo presté a Atilio. Me lo encontré en la AFIP y nos pusimos a recitar la formación completa del 78, y no nos acordábamos de Tocalli… no nos salía el apellido. Entonces nos vinimos para acá y lo buscamos en el libro de oro. Él no conocía el libro y se lo presté… Un día se lo tengo que pedir de vuelta.

A Agustín casi se le doblan las piernas, pero se contuvo. Le pidió a su padre la dirección de este Atilio y salió caminando despacio a buscar el libro. Las costuras eran buenas, no había manera de que nadie descubriera las tizas. Así que, mientras caminaba, se empezó a calmar.

Tocó el timbre y salió a atenderlo un chico de su edad, de unos 25 años. Creyó conocerlo, quizás habían jugado algún torneo en la secundaria.

—Estoy buscando a Atilio —dijo Agustín.

—Soy el hijo, mi papá murió la semana pasada. ¿Qué necesitás?

Agustín no esperaba esa respuesta y supo que el otro no estaba mintiendo. Tenía los ojos llorosos y la casa estaba en silencio, como de duelo. Así que ensayó un pésame breve y después le mintió un poco.

—El tema es que le presté a tu viejo un Libro de Oro de Quilmes Campeón, que es de mi papá. Y ahora mi viejo lo quiere de vuelta. Me está enloqueciendo… Si no se lo llevo me mata.

Y ahí Agustín vio la mirada de culpa del hijo de Atilio y supo que las tizas ya no estaban. Agustín conocía muy bien a la gente cuando mentía, y este chico ni siquiera sabía mentir.

—¿La verdad? No sé nada de ese libro —dijo, rojo de vergüenza—, pero le voy a preguntar a mi abuela. Dejame un teléfono y cualquier cosita te llamo.

—No, amigo. Dejame vos un teléfono. Tu teléfono. Necesito ese libro urgente. Te llamo mañana.

Agustín ni pasó por la casa de su papá. Se volvió a su barrio lleno de rabia. Ese chico se había tomado las tizas, o las había vendido, o lo que sea. Pero mentía. Se le notaba en la cara. Cuando escuchó el nombre del Libro de Oro se puso nervioso, no sabía dónde poner la mirada.

Lo llamó al día siguiente, y dos días después, y todo eran excusas. Que la abuela, que el Libro no estaba, que llamara más tarde. Hasta que Agustín se le plantó en la casa. Y de noche, para meterle miedo:

—Quiero el Libro de Oro —le dijo, y se señaló con los ojos la mano en el bolsillo, como si tuviera un arma.

Y entonces el hijo de Atilio se puso pálido y casi llorando le dijo la verdad: el día del velorio de su padre , el chicol le puso, en el cajón abierto y a la altura del pecho, el Libro de Oro de Quilmes Campeón de 1978. Creyó un buen gesto que Atilio tuviera para siempre a su club en el corazón.

—Yo creía que el libro era de él, perdóname, perdonáme… —decía el chico, compungido, y Agustín supo que decía la verdad.

Se fue sin decirle más nada al chico. A Agustín no le costó nada encontrar la tumba de Atilio. Y sabía que iba a ser mejor apurarse. Si dejaba pasar el tiempo la tierra ya no iba a estar floja. Eligió la noche del sábado, que el sereno del cementerio era un amigo. Hasta le prestaron pala y azadón a cambio de un par de gramos cuando consiguiera las tizas.

Agustín cavó menos de una hora y sintió la dureza del cajón. Al resto de tierra la quitó con las manos y las uñas. Con el azadón hizo palanca y el cajón se abrió, en medio de la noche.

El cadáver era el de un hombre hinchado, vestido de traje. El olor se parecía al de un contenedor de basura lleno en verano. El Libro de Oro de Quilmes Campeón estaba sobre el pecho del muerto, pero Agustín supo, de un golpe de vista, que las tizas no estaban.

Tocó las costuras, que estaban rotas. Y adentro no había nada. Puteó en voz alta al hijo de Atilio. Al mentiroso. Salió corriendo sin cerrar el cajón, con las zapatillas embarradas, se subió al auto y fue a buscar al chico que lo había engañado. «Me vendió la merca de todo el mes, qué hijo de puta», pensaba Agustín, y se daba manija.

Llegó a la casa y tocó timbre seis veces hasta que apareció el hijo de Atilio, con cara de dormido. Tenía una remera de Pokemon. Y pantuflas flúor. Agustín lo miró y supo que ese chico jamás podría vender merca, ni tomar. Que no podía haber sido él. Se le notaba en la cara y en los gestos que no tenía calle. Y de repente tuvo la revelación. De repente entendió lo que había pasado. Le preguntó al huérfano:

—¿De qué murió tu viejo?

Y el chico respondió, asustado:

—De un infarto, le explotó el corazón. Estaba duro cuando lo encontré. En el hospital dijeron que pudo haber sido sobredosis.

Hernán Casciari

HERNÁN
CASCIARI