El uno para el otro (*)
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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No hace mucho tuve que ir a una cena de parejas. En realidad, una amiga de mi mujer se fue a vivir con un tipo, y mi mujer quería conocer al novio nuevo. Yo fui como adorno. Fui como simetría, un mueble fui en la reunión.

Ella se llamaba Mireia y el novio nuevo se llamaba Pol. El tipo y yo nos sonreímos, en silencio, un par de veces. Ellas conversaban mucho. Al principio de la noche yo intenté sacar el tema fútbol, pero él no sabía mucho de fútbol. Después él me quiso sacar el tema negocios, y yo no dije nada porque no entiendo de negocios. Es decir: tardamos menos de un minuto en saber que no éramos compatibles Pol y yo.

Sin embargo, a los postres pasó algo que me reconcilió un poco con Pol. En un momento entornó los párpados y levantó las cejas. Era el gesto masculino universal, el que dice: «Hermano, aguantemos que falta poco». Me hizo bien saber que yo no era el único que se aburría en esa cena.

A la hora del café, Mireia nos contó cómo se habían conocido con Pol. No podía faltar la anécdota romántica. Parece que los dos trabajan en la misma multinacional, ella de secretaria ejecutiva y él como responsable de Recursos Humanos. Aburridísima la anécdota. Pero ella la contaba fascinada:

—De a poco Pol empezó a hacerme regalos. Y lo increíble es que siempre acertaba con mis gustos. La flor, una orquídea; un libro, de Coelho; las sandalias, de Koh Tao…

Mi mujer, emocionada, le dijo:

—Ay, como si te conociera de toda la vida. (Y después 266 me miró a mí con asco, porque lo último que le regalé fue un disco de Pappo’s Blues). Y Mireia dijo:

—Sí, como si fuéramos almas gemelas.

Yo lo miré a Pol y él parecía intranquilo. A ningún hombre le gusta que otro hombre escuche los detalles cursis de sus galanterías. Entonces traté de ayudar:

—Pol —le dije—, ¿me decís dónde hay un lugar abierto para fumar?

—Te acompaño —me dijo, y nos fuimos los dos varones a la terraza con dos cervezas.

Cuando llegamos le dije:

—En realidad no quería fumar, quería salvarte de la charla cursi. Y él me dijo:

—A veces conocer los secretos de los demás puede ser muy útil. (Y cambió la voz para decirme eso).

De repente, al aire libre, Pol era otra persona. Me dijo:

—¿Te cuento, de verdad, cómo conocí a Mireia? (Y yo le dije que sí, y se acercó). Me dijo:

—Yo trabajo en tecnología, controlo lo que hacen en Internet los cuatro mil empleados de mi empresa. Hace un año activé un sistema que me permite ver qué busca cada empleado en Google.

—¿No es ilegal eso? —le dije.

—Es útil —me dijo él—, y lo útil nunca es ilegal. Google es una herramienta increíble. Las personas le preguntan cosas como hace mil años le preguntaban al oráculo… El buscador es una especie de dios que no te juzga, que solamente te ofrece respuestas…

Y yo le dije:

—Pero en tu trabajo no importan las respuestas.

—Exacto —me dijo—. Lo que me importa a mí son las preguntas que hacen. Cada empleado busca cosas veinte veces al día, diferentes cosas, según su estado de ánimo. Si anotás búsquedas que hace una persona en un año, vas a tener su verdadero diario íntimo. El diario que nadie se atrevería a escribir.

Y después me dijo esto:

—Hay una administrativa veterana, en mi empresa, con hijos ya adolescentes; bueno, ella busca todas las tardes videos de mujeres besándose. Hay un cadete al que le gusta ver fotos de viejas desnudas, pero viejas de noventa años, con las tetas caídas… Y así te podría contar la historia secreta de todos los empleados.

Yo no podía creer lo que Pol me estaba contando. Y él no podía dejar de hablar:

—Desde hace un año —me dijo—, las búsquedas de todos mis empleados quedan archivadas en mi disco rígido. Con esa información yo saco conclusiones a nivel management, por supuesto. Pero también puedo saber, por ejemplo, cuál es el escritor preferido de la nueva secretaria.

Y yo le dije:

—Y después le regalás un libro de Coelho.

Y él se rio. Y me dijo, canchero:

—También investigué qué marca de sandalias le gustan…

Y ahí Pol me mostró su verdadera sonrisa, una sonrisa de depredador. Y me dijo:

—Mireia primero me entró por los ojos, desde el primer día que la vi aparecer por la puerta. Después empecé a espiar sus búsquedas en Google, empecé a saber qué quería, a qué le tenía miedo, qué cosas la motivaban, qué compraba, qué vendía. En qué creía y, sobre todo, qué estaba dispuesta a creer. Con la mitad de esos datos, Hernán, yo te puedo garantizar que te cogés a quien quieras en menos de media hora de charla.

Yo lo miraba a Pol con un asco enorme, enorme… y no podía dejar de pensar en lo que puede hacer un gobierno, por ejemplo, con las búsquedas de un pueblo entero.

Hernán Casciari