El uno para el otro
10m

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Hay una versión más corta:
Renuncio
El nuevo paraíso de los tontos

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Salir de casa para cenar con gente implica una serie de actividades molestas: bañarse, vestirse, perderse un partido de la Eurocopa, comprar un vino caro, sonreír dos horas sin ganas, a veces tres. Que te acompañen por las habitaciones para que veas una casa que no te importa. Dejar a tu hija con los abuelos, extrañarla. Cenar sin tele, sin cocacola, comer ensalada de primer plato, no desentonar, no fumar si no hay ceniceros a la vista. Muchísimo menos sacar la bolsita feliz. Son demasiadas cosas para la edad que tengo.

El viernes padecí una de estas cenas absurdas que ocurren cuando estás en pareja: Cristina tiene una amiga íntima que se fue a vivir con un señor. Hasta ahí todo bien. El problema empezó cuando entre las dos organizaron una cena. Corrijo: el problema empezó cuando me incluyeron en la cena.

Porque hasta entonces Cristina tenía una amiga soltera con la que almorzaba o cenaba cada tanto, pero ellas solas: yo no participaba en la relación. Pero ahora, que la amiga vive en pareja con alguien, me invitan. Supongo que por una cuestión de simetría.

—Quieren que conozcamos la casa —me dice Cristina—. Además él parece majo.

—Ningún hombre que acepta cenar a la misma hora que se juega la Eurocopa es majo —sentencié—. Es puto.

Llegamos a las nueve en punto, con un vino en la mano. Mireia, la amiga de Cristina, estaba radiante, colgada del brazo de este buen hombre, al que no conocíamos. La casa era la de él. Una casa moderna, en las afueras de Barcelona.

—Él es Pol —dijo Mireia.

—El famoso Pol —dijo Cristina, y le dio dos besos. Yo le di la mano y sonreí.

Pol era de esos tipos más jóvenes que yo, tres o cuatro años menos, pero que me generan el mismo respeto abismal que si tuviera veinte años más. La ropa le quedaba bien, estaba afeitado y se movía como si fuera grande. Esa clase de gente pulcra por convicción, no por mandato de la mujer o la madre. A Pol, con toda seguridad, nadie le dijo aquella tarde que se bañara y se pusiera perfume a los costados del cogote. Lo hizo solo, lo hizo por gusto. Era esa clase de gente incomprensible.

La cena, como es lógico, transcurrió por el andarivel de los lugares comunes. Una charla lánguida en la que se escuchaban los ruiditos de los tenedores contra los platos. Se notaba que ellas —Cristina y Mireia— tenían muchas ganas de hablar a calzón quitado sobre temas propios de mujeres; se notaba también que no lo hacían por culpa de nuestras presencias masculinas. ¿Por qué entonces habían organizado una cena de cuatro?

Más tarde entendí que ésa era la única manera de que Cristina pudiera conocer a Pol sin apuros —conocerlo de un modo social, quiero decir— para así después, a solas con su amiga, sacar conclusiones. Nosotros éramos muebles en la reunión, elementos anecdóticos. Y yo más que nadie.

Tuve una breve presencia discursiva durante la cena. Fue cuando el tema fue nuestra hija. No me cuesta hablar sobre esa cuestión y además los anfitriones parecían estar muy interesados en ella, aunque no tanto como para haberla invitado. Todo hubiera sido diferente con Nina en la mesa: yo habría podido hablar con alguien de mi edad.

En general la charla la llevaban las mujeres. Pol y yo nos sonreímos, en silencio, un par de veces. Al principio de la noche intenté sacar el tema futbolístico, pero no encontré respuesta por su parte. Él después me tanteó en cuestiones de negocios, pero yo bajé la vista y mordí una aceituna. No tardamos más de un minuto en sabernos incompatibles, y desistimos con hidalguía.

Sin embargo ocurrió algo que me reconcilió un poco con él. En cierto momento, a los postres creo, me hizo una mueca leve: entornó los párpados, levantó las cejas y movió la cabeza de arriba a abajo. Era el gesto masculino universal, el que dice: Hermano, aguantemos que falta poco. Me hizo bien saber que no era yo el único que llevaba el peso del aburrimiento en la mesa.

Cuando llegaron los cafés Mireia nos contó cómo se conocieron, ella y Pol. No podía faltar la minucia romanticona. Por lo que oí, ambos trabajan en la misma multinacional, ella de secretaria ejecutiva y él como responsable de recursos humanos. Aburridísima anécdota. El amor empezó a cuajar, por lo visto, en los pasillos de la empresa.

—De a poco —nos contaba Mireia, con una sonrisa gigante de mujer enamorada—, Pol empezó a hacerme obsequios imprevistos. Primero una flor, después un libro. Más tarde unas sandalias.

Pol sonreía, incómodo. Yo intentaba no mirarlo.

—Qué galán —dijo Cristina.

—Pero lo increíble de sus regalos —siguió Mireia—, es que nunca falló con mis gustos. La flor, una orquídea; el libro, de Coelho; las sandalias, de Koh-Tao…

—Como si te conociera de toda la vida —dijo Cristina, emocionada, y me miró con asco, posiblemente recordando el long play de Pappo’s Blues que le regalé para nuestro aniversario.

—Sí —aceptó Mireia, tomando la mano de su media naranja, y mirándolo a los ojos—, como si fuésemos almas gemelas.

Pol parecía intranquilo. No porque Cristina conociese esas intimidades rococó, sino por mi presencia observadora. A ningún hombre le gusta que otro escuche los detalles melosos de sus galanterías.

Hice un esfuerzo inhumano en favor de la raza:

—Pol —le dije, levantándome—, ¿me indicás dónde hay una terracita o algo, para fumar un cigarro?

Nos fuimos escaleras arriba, con dos cervezas. Todavía no habían desaparecido nuestros talones del comedor cuando las voces de Cristina y Mireia se convirtieron en murmullo cómplice y en risa ahogada: ya estaban hablando, por fin sin testigos, en el tono con que ellas solían hablar a solas.

—Disculpa lo del cigarro —me dijo Pol, ya acomodados en un balcón inmenso—, pero prefiero que los invitados fumen fuera.

—No quería fumar —mentí a medias—, quería salvarte de la charla cursi. Y salvarme yo también de tener que escucharla… Las intimidades me ponen nervioso.

—A veces conocer los secretos de los demás puede ser muy útil —me dijo con misterio, y bebió su cerveza.

Había cambiado la voz. De repente, al aire libre y con la luz de la luna, era otra clase de hombre, distinto al que había sido durante la cena. O eso me pareció.

—¿Quieres que te cuente, de verdad, cómo conocí a Mireia? —me preguntó, y aquí viene el motivo por el que estoy escribiendo esto.

—Contame, claro —y prendí un cigarro.

—Yo trabajo en tecnología, y aparte de que mis tareas incluyen controlar lo que hacen en Internet los cuatro mil empleados de la compañía, hace un año activé un sistema que me permite ver qué buscan los empleados en el Google.

—¿Eso no es ilegal?

—Es útil, lo útil nunca es ilegal —me dijo—. Google es una herramienta increíble. Las personas acuden a él como hace mil años acudían a los brujos, o al oráculo… La gente hace las preguntas más inverosímiles, pero son también preguntas decisivas. El buscador es una especie de Dios personal que no juzga, que solamente ofrece respuestas aleatorias, en general muy malas respuestas. Pero qué importa…

—Lo importante en tu trabajo no son las respuestas —intuí.

—Exacto —dijo Pol—. Lo que importa son las preguntas, las búsquedas en sí mismas. Un empleado con acceso a Internet busca cosas veinte o treinta veces por día…, diferentes cosas, siempre según su estado de ánimo y su necesidad vital. Si tú pones en papel las búsquedas que hace una persona en un año, tendrás el verdadero diario íntimo de quien quieras. El diario íntimo que nadie se atrevería a escribir.

Pensé en mis búsquedas privadas de Google. Me avergoncé tímidamente y le di la razón en silencio.

—La gente tiene inquietudes muy curiosas —me dijo Pol—. Ciertos gerentes de mi empresa, en apariencia muy seguros de sí mismos, buscan perfumes con feromonas para atraer mujeres. Por ejemplo. Algunas administrativas veteranas, con hijos ya adolescentes, ésas que se desviven hablando de su familia y tal, buscan todas las tardes videos de mujeres besándose. Hay un cadete al que le gusta ver fotos de viejas desnudas, ancianas de noventa años con las tetas por las rodillas, como uvas pasas, cosas por el estilo. Y así te podría contar la historia secreta de la Humanidad, a escala. Lo que hacen cuatro mil personas en una empresa no es muy diferente a los que hacen seis mil millones en el mundo entero.

Me vino a la cabeza, inmediatamente, aquel cuento de Borges en donde un cartógrafo decide componer un mapa que lo incluya todo y que, después de muchos años de trabajo, descubre que el mapa tiene la forma de su propio rostro. Estuve a punto de comentar esto, pero me interesaba mucho más que Pol siguiera con su monólogo.

— Desde hace un año, las búsquedas de todos mis empleados quedan guardadas en inmensos data warehouses —lo dijo en perfecto inglés—. Con esa información yo saco conclusiones a nivel management, claro. Pero también puedo saber, por ejemplo, qué tipo de flor le gusta a la nueva secretaria.

—O qué libro de Coelho.

Él rió.

—O qué marca de sandalia —me dijo entonces, con su verdadera sonrisa, que era una muy diferente a sus sonrisas de la mesa—…Mireia primero me entró por los ojos, desde el primer día que la vi aparecer por la puerta. Pero desde entonces mi trabajo fue minucioso: empecé a saber qué quería, qué temía, qué cosas la motivaban, qué compraba y qué vendía. En qué creía y, sobre todo, qué estaba dispuesta a creer. Con la mitad de esos datos, te follas a cualquier mujer en hora y media de charla. Imagina entonces lo que puede hacer un gobierno con las búsquedas de un pueblo entero.

Me lo imaginé y me dio asco. No el mundo, sino el nuevo Pol, el Pol de la terraza. Preferí mil veces al otro, al tímido que tomaba de la mano a su novia y la miraba a los ojos en la sobremesa. Pero ya no vería más a aquél, porque había conocido a éste. Y éste mataba al anterior.

El otro, el Pol galante y primerizo, seguramente era ahora mismo el tema de conversación en la charla femenina del comedor. Mireia le estaría confesando a Cristina que su novio nuevo era perfecto y sensible, que conocía mágicamente sus preferencias en la cocina y en la cama. Que le gustaban las mismas canciones, los mismos libros, que hacían el mismo zapping, que planeaban sus viajes con certeza telepática.

—Ahora estoy investigando a una tetona que entró hace dos meses al departamento de prensa —me decía Pol, pero yo casi no lo escuchaba—. Una rubia hermosa: le gusta ver fotos de gente atropellada. La semana pasada me le aparecí fingiendo una muñeca fracturada y me comió con los ojos. La tengo ahí, pidiéndome por favor.

Pero yo no estaba más en el balcón. Seguía pensando en la conversación de abajo. En la pobre Cris, escuchando y quizás envidiando todas aquellas maravillas sobre las parejas ideales y los varones perfectos. La idealización del amor, los hombres que usan la camisa adentro, los hogares libres de humo, la íntima sensación de haber dado con la persona correcta… El uno para el otro, siempre. ¿Por qué le regalé a Cristina ese long play para nuestro aniversario? ¿Qué buscará ella en Google? ¿Cómo se me ocurre pensar que a una catalana le puede gustar Pappo’s Blues? No. No hay respuestas para todo. No es bueno que las haya.

Hernán Casciari