El bólido rojo
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Más respeto que soy tu madre

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Los hombres son vagos, maleducados y medio pelotudos, pero a la hora de armar algo con motor se redimen y nos conquistan. Yo siempre pensé que deberían vivir adentro de un taller mecánico. El esfuerzo que hicieron ayer los varones Bertotti y los vecinos del barrio no tiene nombre. Bueno, sí, tiene nombre: le pusimos «El bólido rojo», y con eso estamos recorriendo el país desde esta tarde.

Ayer, mientras a mí me salía humo de la cabeza porque se me había roto este cuadernito, el Zacarías en ningún momento me ayudó, ni me consoló ni nada. Pero se fue con mi suegro hasta acá a la vuelta y compraron el rastrojero modelo cincuenta y seis que era del marido de la Teresa Gómez.

—¿En eso nos vamos a ir de viaje? —les dije yo cuando vi la porquería—. ¡Pero si ese cacharro no camina desde el Mundial setenta y ocho!

—Por eso —me explicaron todos los hombres de la casa—.

Como no camina es barato, y nosotros en un periquete lo ponemos a nuevo.

La Teresa, con tal de que le sacáramos la chatarra de su garage, nos lo dejó regalado. Y entonces fue cuando ocurrió el milagro: todos los vecinos, al ver un auto viejo desarmado, se empezaron a acercar a la vereda, cada cual con una herramienta, y babeando de placer. Unos traían pinturas, otros destornilladores, hasta que al final llegó el Pajabrava (que es un sol) y le regaló a la Sofi el motor de un toyota hilux modelo 81.

—Este motor se lo había puesto a mi karting, pero ya no lo uso —le dijo el chiquitín al Zacarías—, es mi regalo, porque cumplimos un mes de novios con su hija.

—¡Yo quería un anillo o un collar, taradito! —gritaba la nena—. ¡No quiero un motor de karting!

El Pajabrava quedó para la mierda con la nena, pero desde ese instante el Zacarías lo mira con otros ojos al muchacho… Yo, la verdad, no sé qué le ven los hombres a tanta cosa engrasada, pero se pusieron contentísimos y se llevaron el rastrojero al taller mecánico del Mudo Carlitos. Todas las mujeres nos fuimos a cebarles mate, y la verdad es que al principio no creíamos que pudieran hacer nada con tanta chatarra.

A las dos horas ya le habían metido el motor, mientras un montón de chicos le pintaban el envoltorio al auto. Todo rojo, a pedido mío. Les pedí rojo porque si nos perdemos en la nieve (como los uruguayos que se comieron entre ellos) es más fácil que la policía nos vea desde un avión. «El bólido» empezaba a verse mejor, pero faltaban los vidrios y muchas cosas que no entiendo.

Lo lindo de trabajar entre todos es que nos íbamos olvidando de cuánto nos odiamos. Los vecinos estaban encantados de ayudarnos, y eso pasa muy pocas veces en la vida. A las cinco de la tarde el carnicero Pertossi y el Zacarías pidieron silencio, para ver si el injerto arrancaba, y cuando lo escuchamos ronronear nos pusimos todos a aplaudir. El Caio le sacó una foto desde arriba.

Lo demás fue pan comido. Para los pequeños detalles también ayudamos las mujeres. La Sofi le sacó brillo a todo el auto (ayudada con las escupidas de la vieja Monforte), Teresa Gómez se empezó a arrepentir de habernos regalado algo tan lindo, y yo en media horita le tejí al crochet un cubrevolante.

El Manija Pertossi, que sabe mucho de carpintería, se consiguió unas maderas y nos hizo unos asientos en la parte de atrás, porque nos estamos rotando en el viaje, ya que todos no entramos adelante. Parecen los asientos de la iglesia. A esa altura ya lo sacamos otra vez a la calle y nos preparamos para el viaje.

Antes de irnos, le hicimos la última foto a «El bólido» en la placita de la avenida Cuarenta, y después de agradecerle a todo el mundo encaramos para el Sur, cantando la canción del elefante que se balanceaba sobre la tela de una araña. Unidos y en auto nuevo, con olor a pintura y el corazón palpitante.

—¡A ritmo constante —gritó el Zacarías antes de irnos—, mañana a esta hora ya estamos abrazando al Nacho! ¡Aguante «El bólido rojo»!

¡Un carajo! Les escribo esto desde un cibercafé de la ciudad de Azul, a trescientos cuarenta kilómetros de Mercedes. Acá, en este pueblo, se nos rompió «El bólido rojo» a las once y treinta y cuatro de la noche. Cuatro horas nos duró la felicidad. A «El bólido» le empezó a salir humo por los cuatro costados, y hace un ruido espantoso.

—¿Qué ruido hace, papá? —le preguntó recién el Zacarías a don Américo, que viajaba en la parte de atrás.

—Igualitte que la moulinex cuando le meté carne con hueso —grafica el Nonno.

Todavía nos quedan mil seiscientos kilómetros y no sabemos qué hacer. Con lo que nos tenemos que gastar en hotel, hubiéramos ido en ómnibus a Lago Puelo y ya estaríamos ahí, cache en diez… ¡Pero qué lindo que es cuando los hombres se arremangan y hacen algo todos juntos, aunque siempre lo hagan tan mal!

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)