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Pausa
Nadie se pregunta para qué sirven los embajadores argentinos en cada país del mundo. Les sospechamos actividades poco esforzadas, los imaginamos en perpetuos ágapes, y siempre conocemos a alguien que conoce al hijo o a la hija de alguno.
Pienso en la posibilidad de que exista una máquina del tiempo y me pregunto: ¿a qué parte de mi historia debería ir, qué acto tendría que cambiar, para que el futuro no me encontrase aquí, encerrado? ¿O sería mejor ir más atrás y salvar a España del nacimiento de Franco, o de David Bisbal?
Cuando cumplí diecisiete mi madre me compró una motoreta y esa noche no pude dormir. Con los ojos abiertos en la oscuridad pensé en todo lo que haría con ella. Soñé despierto con los sitios a los que iría, con las praderas francesas, con los pueblos de Portugal, con las autoestopistas que subiría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la libertad del viajero solitario. Fue una noche llena de futuro, de aventura y de ansiedad. Al día siguiente di una vuelta por el barrio y la incrusté contra un poste de la luz.
El 12 de septiembre de 2098 Woung viajará por segunda vez en el tiempo. Siempre, desde chico, había querido conocer a su tatarabuelo, porque Woung también es escritor, un joven escritor de 23 años. Al llegar a esta época, Woung me deja un mensaje en el contestador: "Hola, estoy buscando a Hernán Casciari, mi nombre es Woung. Usted no me conoce pero yo sí... Quisiera verlo. Llámeme por favor", y me da el número de un teléfono móvil.
El hombre frente a mí podía sorprender por infinidad de cosas. Para empezar, esa mañana cumplía cien años; pero también había sido amigo de Freud, había editado 52 novelas (todas con títulos de siete letras) y era el ser humano que había escrito más sonetos desde Petrarca. Sin embargo, lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de pelos blancos que le salían de las orejas.
El mismo día que a Maradona lo echaron del Mundial me cansé de mi vida. Me compré una Olivetti Bambina colorada, una carpa canadiense, pastillas potabilizadoras y una mochila de setenta litros. Convencí al director del diario para que me siguiera pagando, pero por hacer crónicas de viajes. Una vez que aceptó, me subí en Once a un tren que se llamaba El Tucumano y me fui al Norte.