El Caio fue el primero en acordarse
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Más respeto que soy tu madre

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Hacía mucho tiempo que la familia no vivía un día entero sin broncas, peleas o zapatillazos. Cuando el Zacarías está contento nos contagia y nos alegra a todos. No es muy común verlo feliz: será por eso. 

Ayer nos levantamos dándonos los buenos días, desayunamos los cinco juntos, y a media mañana llamó don Américo desde Milán: manda saludos, dice que conoció a un montón de Bertottis y que se vuelve para acá para pasar Año Nuevo. Zacarías no paraba de sonreír. Primero lo del Nacho de ayer, y ahora Américo que le aseguraba volver a casa.

El Nachito también estaba contento. Se fue temprano a trabajar al puesto y me llamó como diez veces para preguntarme qué me había parecido María Luz (él no le dice Marilú). Yo le doy ánimos porque quiero que sea feliz: le digo que si está enamorado tire para adelante, siempre. Y la Sofi desapareció de casa después del colegio, porque me dice que quiere solucionar el tema del Manija y el Pajabrava, para quedarse con uno solo y poder sentir ese amor que siente su hermano.

A la noche, después de cerrar la pizzería, cenamos todos juntos otra vez, y yo recién ahí me di cuenta que no toda la familia estaba exultante. Lo supe cuando, antes del postre, el Caio se levantó de la mesa y se encerró en su cuarto. A eso de las once le golpeé la puerta y me metí en su pieza, para preguntarle qué le pasaba.

—No me pasa nada —me dice—, tengo sueño.

—Claudio, soy tu madre —le digo—, y vos tenés los ojos colorados por dos cosas: o porque estás drogado o porque estás llorando. ¿Estás drogado?

—No.

—Entonces te pasa algo, nene… Si vos no estás drogado algo te pasa.

Y entonces, pobre hijo mío, se quebró. Puso la boca como un bulldog, así, en cámara lenta, y empezó a llorar despacito. Mis brazos llegaron antes que mi cuerpo a abrazarlo. Las madres tenemos eso, una especie de motor en los codos, cada vez que un hijo llora. Más si es varoncito.

Cuando lo abracé explotó, y me lloraba el triple de fuerte, agarrado a mí como cuando era bebé. «¿Qué pasa, mi amor, qué pasa?», le digo, acariciándole el pelo. No mucho, porque lo tiene graso.

—¿Vos viste —me dice, hipando—…, vos viste el pedazo de poronga que calza el Nacho? —otro puchero—. ¡Cómo puede ser que todos los problemas físicos en esta casa los tenga yo?

—¡Pero si vos sos hermoso, Claudio! —le digo—. Además el Nacho es orejudo, tenés que pensar en eso también.

Me mira:

—¡Yo aceptaría las orejas de Dumbo con tal de tener esa toronja entre las patas! —me dice—. Pero el problema no es ese, vieja… ¿Vos viste cómo está papá con el Nacho ahora que coge? Lo tiene en un pedestal al puto… ¿Sabés cuánto hace que cojo, yo? ¡Desde los once añitos! ¿Alguna vez alguien me hizo una fiesta por coger tan temprano? ¡No! ¿Vos viste con la admiración que lo mira papá al Nacho? Ni se da cuenta que existo.

—Bueno… —le digo—, bueno…, corazón. Soltá todo, mi amor, soltá todo. Que acá está mamá.

—Y vos tampoco… —me llora el Caio—. Vos tampoco te das cuenta que existo. Y la Sofi peor; a la Sofi le da vergüenza que yo sea tan petiso. Y la Negra Cabeza ya no me da bola: anda llorando por los rincones porque lo extraña al abuelo y se olvidó de mí… ¡Qué vida de mierda!

—¡No digas eso, Claudio Maximiliano! —le digo, media enojada—. Ninguna vida de mierda. Todo el mundo te quiere, todo el mundo. Hay veces que les prestamos atención a otros hijos, pero es justamente porque andan con problemas, como el Nachito estos días. Pero eso no quiere decir que no te queremos, hijo.

El Caio baja la vista; se suena los mocos. Casi me sale decirle «¡con la sábana no, mugriento de mierda!», pero no era el momento. Le digo:

—¿Me oís, hijito? Te queremos mucho, mucho —asiente con la cabeza. Me da un beso.

—¿Te dejo dormir? —le digo.

Me levanto, y cuando estoy a punto de salir me dice:

—Má. ¿Qué hora es? Miro el reloj:

—Las doce y cuarto.

—¿Ya es viernes diecinueve?

—Sí, ya es viernes —le digo, intrigada.

—Entonces dejáme ser el primero en algo, aunque sea —me dice y se levanta de la cama. Se acerca hasta mí con vergüenza. Me abraza y me dice:

—Feliz cumpleaños, viejita —y me aprieta fuerte.

Y entonces a mí se me nubla todo, y ya no puedo ver nada, y solamente siento el calor de mi hijo, que me acaba de hacer el mejor regalo de mis flamantes cincuenta y dos.

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)