Yo lo miré al Caio, respiré hondo, me sequé las manos con el delantal y le dije que se sentara a la mesa un rato a charlar. No quería dejarle esa conversación al Zacarías porque está muy alterado. Primero le expliqué que no le quería oír nunca más la palabra «sarasa» para referirse a su hermano: que se debe decir «ser humano con inclinaciones sexuales enfermizas», o directamente «puto».
Zacarías no decía nada, pero yo veía que los ojos se le ponían colorados de a poquito. Se conoce que no le gusta el tema. Después le dije al Caio que no podía compararse con su hermano, que es el único Bertotti que fue a la universidad y que se pasó casi todo el año manteniendo a la familia. Le dije que el Nacho salió marchatrás porque es muy sensible y muy leído, y que teníamos que apoyarlo porque la está pasando muy mal ahora que le falleció el amigo íntimo. Y también le dije que ni yo ni su padre hacíamos diferencia entre los tres hijos, porque a los tres los queríamos igual.
—Sí —dice el Caio—, pero ahora que el Nacho es sarasa me imagino que baja puntos y a ustedes les corresponde quererme a mí un cachito más que antes.
Zacarías bufó despacito (mala señal) pero tampoco dijo nada. A mí a veces los silencios del Zacarías me dan mucho miedo. Para ganar tiempo le digo:
—¡Ya te dije que no le digás sarasa, Caio…! Y acá nadie baja puntos ni sube puntos; esto no es un bingo, Claudio, es una familia.
El Caio seguía en sus trece:
—¡Y una mierda, mamá! A mí me parece que ahora el peor hijo es él, y yo paso a ser el anteúltimo peor hijo… Yo lo máximo que hago es drogarme, pero a él le andan rompiendo el culo por ahí, que es mucho peor. Yo creo que a mí me corresponde subir puntos.
¡Ay Virgencita, qué rápido pasó todo! El movimiento del brazo derecho del Zacarías fue biónico, como los leones de los documentales cuando saltan arriba de una gacela. Yo les juro que ni la vi a la trompada, solamente escuché un zumbido y después al Caio desparramado contra el machimbre. La cabeza le sonó como un tambor. Cuando volvíamos del hospital en el taxi al Zacarías todavía le quedaban ganas de hacer chistes:
—¿No querías puntos, vos? Ahí te pusieron doce, retrasado —le decía al Caio, que ahora tiene la cabeza toda vendada pero sigue contento.
—¿De qué te reís, nene? —le digo yo cuando entramos.
—Con turbante parezco más alto, ¿no? —nos dice el pelotudo mirándose en el espejo del baño.