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Pausa
Algunos tenemos una especie de enfermedad o fobia (yo la tengo), un terror extraño, que también conlleva una pizca de esperanza, que es el miedo de ser enterrados en un cajón de madera sin estar muertos del todo. ¡Pánico le tengo a eso!
Lo más horrible que me pasó arriba de un taxi empezó en la vereda de la librería El Ateneo. Yo tenía que ir a La Plata y me dio fiaca tomar un colectivo; entonces paré un taxi. Había sido una semana muy rara. Mi papá se había muerto hacía muy poco y yo estaba de casualidad en Buenos Aires por primera vez con mi hija. Era rarísima esta ciudad sin padre y con hija.
Cuando Cristina y yo nos separamos, después de quince años de convivencia, nos pusimos orgullosos por haber tomado una decisión tan importante sin gritos, como gente educada. Pero enseguida nos topamos con un problema: no sabíamos cómo darle la noticia a nuestra hija de once años.
Mi pueblo natal se llama Mercedes, está en una llanura verde de la provincia de Buenos Aires y cuando lo miro con el Google Maps tiene la forma exacta de dos alegrías que perdí: mi adolescencia y mi padre. Cuando alcancé tardíamente la madurez, a los veinticinco, el pueblo dejó de fascinarme y fui de visita cada vez menos; cuando murió mi padre, en 2008, dejé de ir para siempre.
Durante media vida lo más trágico que puede pasar es tu propia muerte egoísta, pero entonces llega algo y ¡zas!, te cambia para siempre el epicentro del miedo. Yo descubrí esto arriba de un taxi. Un rato antes me habían pagado un dinero que no esperaba por algo que ni siquiera era un trabajo. Entonces decidí no viajar desde la Capital a La Plata en un micro mugriento, porque lo mínimo que podés comprar con plata inesperada es comodidad. El problema es que elegí a un taxista que estaba a punto de cruzar un límite.
Con los años se aprende que no importa el fútbol: lo que importan son los preinfartos de los que te salvás. Es decir, los recuerdos imborrables que vas a atesorar para contarles a tus nietos.