El chistoso es una lacra social
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Pausa

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España, decí Alpiste

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Hay una clase de gente que sabe chistes. Saber chistes es fácil; te sentás una tarde con un casette y, si le ponés voluntad, te aprendés noventa. Pero ‘saber’ contar chistes es otra historia. Yo le tengo un miedo espantoso a esa gente que, en las fiestas, te empieza a contar chistes. Le tengo más miedo a eso que al cáncer de próstata.

—Hernán Hernán, vení —se viene riendo de entrada el chistoso, y te agarra del hombro para que no te escapes— ¿Sabés el del tipo que va a la tintorería porque tiene una mancha de semen en el pantalón?

—No.

Yo soy de los que dicen «no», como casi todo el mundo. Quisiera ser de los que dicen «sí» y se quedan tan contentos. O de los que dicen «no sé, pero no quisiera verte hacer el ridículo, Ricardo».

Pero mi timidez, o mi falta de reflejos, provocan que mi respuesta sea «no». Y entonces me quedo en pausa, intimidado, como las liebres en la ruta cuando viene un camión de frente con las luces altas. Digo «no» y me preparo a vivir un momento incómodo. ¿Por qué es incómodo que te cuenten un chiste? Principalmente, porque hay que hacer demasiados esfuerzos para fingir que te estás divirtiendo.

Como primera medida tengo que poner la mandíbula en piloto automático. Esto es, sonreír de entrada, mientras el otro empieza con su relato. Siempre el contador amateur quiere ser gracioso desde el vamos: mueve las manos, cambia la voz si hay más de un personaje, etcétera. Y esto, supuestamente, ‘ya es’ gracioso. Entonces tenso el músculo abductor, mostrando los dientes, cosa que cansa muchísimo.

El esfuerzo mayor, sin embargo, es dividir el cerebro en tres compartimientos: el que escucha el argumento del chiste, el que se pregunta porqué mierda no me quedé en mi casa, y el que critica minuciosamente la performance.

Mientras el chistoso cuenta, yo pienso cuánto hay de natural en su exposición. Cuánto es de él, y cuánto está copiando. Reconozco los fallos de tiempo y suspense. Le busco los hilos a la marioneta. No sé por qué, pero dedico mucha energía a hacer una crítica despiadada del pobre aficionado; me convierto en una especie de borjamari del chascarrillo.

Y sufro mucho. Sobre todo cuando el chistoso va llegando al final, y desde lejos se nota que la trama va perdiendo fuerza. Que no se sostiene, que las voces de los personajes no son las mismas que al principio, que el remate se ve venir, se sospecha… Y entonces empiezo a preparar la carcajada falsa. No sé reírme de mentira. Me sale como un catarro. Pero mentalmente voy practicando.

—¡Aja jaaaa jaa jaja! —exploto cuando el chiste termina, tratando de no quedar del todo satisfecho, por las dudas que el contador sea uno de esos que saben más chistes.

Pero hay algo peor que el que te arrincona en soledad: y es el que cuenta chistes verdes en la mesa, y en vez de decir culo, pito, coger o concha, hace gestos, ruiditos o movimientos de cejas:

—Había una pareja en un auto, a la noche, y estaban a punto de… ya saben —y cierra el puño, pone cara ‘graciosa’ y mueve la mano para atrás y para adelante—. Entonces ella le agarra al tipo la … ¿no? —y mira a las mujeres presentes—, bueno, y era enorme.

¡Si vas a contar algo en donde la poronga es protagonista, decí «Poronga»! Y si pensás que decir poronga es amoral, o es una falta de educación, o constituye delito o pecado, ¡entonces no cuentes algo donde la poronga es la protagonista!

Yo transpiro mucho en esas reuniones de gente grande que cuenta chistes. Me hago mucha mala sangre, me saca úlcera. Incluso me estoy poniendo de muy mal humor mientras escribo esto.

Odio mucho, por ejemplo, a los que cuentan chistes de gallegos metiendo la zeta en todas partes, a los que después del primer chiste te cuentan otro porque fingiste mucha risa, a los que tartamudean al final porque se ponen nerviosos, a los que cuentan chistes de Verdaguer poniendo la voz de Verdaguer, a los que se ríen mientras narran como si los ganara la tentación, a los que cuentan chistes de caballos que entran a un bar y piden un vino, a los que imitan la voz de los maricones usando la misma zeta de los gallegos pero poniendo la mano como si llevaran una bandeja invisible, a los que te explican el final, a los que se equivocan y empiezan de nuevo, a los que creen que para hablar como un judío solamente es necesario decir ‘noive’ en lugar de nueve, a los que repiten el remate porque no te causó gracia y creen que no entendiste, a los que sospechan que los chistes en donde aparece Marx o Freud son chistes inteligentes, a los que cuentan chistes largos donde hay un amante adentro de un ropero, a los que incluyen el final en la introducción y no se dan cuenta, a los que preguntan si no hay gente con cáncer en la mesa antes de contar un chiste negro, a ustedes, a todos ustedes que son legión y que compran los cassettes de José Luis Gioia en las góndolas de liquidación y después se encierran un día entero a aprenderse de memoria cada palabra, a ustedes les tengo miedo, les tengo lástima y los odio.

No son graciosos y lo saben, pero insisten. La única virtud que tienen es haber aprendido algo de memoria. Saben las palabras, las pueden repetir una atrás de la otra, pero no tienen la menor idea de cómo decirlas. No les entra en la cabeza que el humor es un arte, como pintar cuadros o tocar el violín.

Yo, por ejemplo, me sé de memoria muchos poemas, pero eso no me habilita a ir por las reuniones recitándoselos a la gente por la espalda y a traición. Aunque no estaría mal que, una noche de estas, para vengarme de todos los hijos de puta que se creen graciosos, empezara a llevármelos uno por uno a un rincón y les dijera:

—¿Sabés ese del tipo que no es nada, que nunca será nada, que no puede querer ser nada, pero aparte de eso tiene en él todos los sueños del mundo?

A ver cuánta poesía portuguesa son capaces de aguantar.

Hernán Casciari