El colmo de un campesino
9m

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Inéditos

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Hace algunos días Natalia Méndez, una editora de libros infantiles que suele leer Orsai, preparaba un trabajo universitario y encontró —en la página cinco de una efímera publicación que se llamaba Humi, fechada en septiembre de 1982— un chiste firmado con mi nombre y mi apellido. Con generosidad, Natalia escaneó la página y me la envió por correo, sin saber que, al hacerlo, alumbraba un recuerdo que había estado escondido y a oscuras, en el sótano de mi memoria, durante veinticinco años exactos.

En aquellas épocas yo leía, a escondidas, la revista Humor. No me ocultaba porque estuviésemos en una dictadura y los textos de Humor fuesen subversivos, sino porque entonces yo tenía diez años y en esas páginas quincenales había dibujos de mujeres desnudas y bastantes malas palabras. Cada cual tiene su pequeño gobierno militar, y a mí el coronel Chichita me producía más temor que el general Galtieri.

Las revistas infantiles de entonces —Billiken y Anteojito— trataban a los niños como si fuesen disminuidos mentales, pero en casa recibíamos ambas, porque mi madre creía que troquelar cabildos de cartón podía ser útil para mi futuro. Por suerte, en el negocio de canje de la calle 32 te daban una revista Humor vieja por dos números nuevos de Billiken o Anteojito. De este modo conocí a mis primeros dibujantes favoritos, y también supe que los periodistas y los escritores serios podían también ser graciosos y hacer enojar a los malos con buenos chistes por la espalda.

Todos ellos, una tarde cualquiera en mitad de la guerra de las islas Malvinas, tuvieron una idea genial: hacer una revista como la transgresora Humor, pero para chicos. Y entonces nació Humi, que no traía ilustraciones de próceres en la tapa, sino que se burlaba de las cantantes infantiles de la época. Sátira e ironía para niños astutos, en lugar de fechas memorizadas o historietas rancias.

El proyecto fue un fracaso y duró muy poco, porque los padres preferían seguir comprándole, a sus hijos, cabildos para troquelar.

Pero durante las pocas ediciones que duró el encanto de Humi, yo fui un fanático de aquella revista infantil. Devoraba cada página, hacía guardia en el quiosco cada tarde para saber si había llegado el último ejemplar, y después me pasaba semanas enteras leyendo y releyendo cada artículo, cada viñeta; me gustaba el olor de esa revista y todo lo que nos decía. Me fascinaba, sobre todo, que los mismos dibujantes y guionistas de Humor (las mismas firmas subversivas) tuvieran tiempo también para conversar con gente de diez años. Y, además, no tenía que esconderme de Chichita para leerlos, porque me hablaban a mí; me hablaban directamente a los ojos.

Esa cercanía, esa amistad a destiempo, me dio valentía para enviarles una carta agradeciéndoles el esfuerzo. No recuerdo esa carta, seguramente escrita a máquina y llena de faltas o borrones. Al final de la hoja, ya más distendido, les dejaba el chiste del campesino que cierra la tranquera para que no entre el aire. Envié el sobre con emoción, pero también con pocas esperanzas. Sin embargo, cuando recibí de manos del quiosquero el número tres de la publicación, quince días más tarde, allí estaba mi chiste.

Era la primera vez que veía mi nombre impreso. Y ese momento, ahora estoy seguro, fue el resorte inicial, el punto de partida de mi vocación.

No lo supe entonces, ni lo analicé más tarde. Lo descubrí hace tan sólo tres días, cuando Natalia me envió esa página amarillenta, que había dormido tantos años en alguna hemeroteca de Buenos Aires. Me sorprendió, antes que todo, haber olvidado por completo aquel suceso fundamental de mi infancia. ¿Por qué no lo recordé nunca antes del mail de Natalia? ¿Y por qué, al recordarlo ahora de repente, han regresado también tantas otras cosas alrededor de ese acontecimiento, tantos detalles y relieves, e incluso la certeza de que aquel fue un momento esencial de mi vida y de mi futuro?

Ahora, que existe el word y la impresora, ver tu nombre impreso en papel es fácil y es también aburrido. Pero entonces era casi casi un prodigio. Muchas cosas encadenadas debían ocurrir, y además era preciso que ocurriesen de un modo correcto y sincronizado. Desde el momento en que yo dejaba una carta en el correo con un chiste dentro, y hasta la tarde que la revista llegaba a mis manos con el chiste impreso, eran tantas las cosas que tenían que pasar, tanta la suerte y el azar, que yo no creía que pudiera ser posible.

El cartero no debía equivocarse ni la carta perderse entre miles, alguien debía abrirla y no echarla al cesto de basura, y, sobre todo, unos señores a los que yo admiraba debían leer la carta y gustarle el chiste. Después de eso, que ya era de por sí increíble, un tipógrafo debía seleccionar las letras de mi chiste y de mi nombre, y un imprentero multiplicar esa página, y unos obreros intercalar los pliegos pares con los impares, y un distribuidor repartir la revista por todo el país, y un camión nocturno llegar a Mercedes, y mi quiosquero darme un ejemplar, y yo ir hasta la página cinco y ver allí mi chiste. Y mi nombre.

Todo eso había ocurrido en secreto, durante veinte días hábiles del año 1982. Todas aquellas magias habían sucedido sin distracciones ni baches ni excusas, con la serenidad de los milagros cotidianos. Y entonces yo supe, con toda la fuerza de mi alma, que ésas eran las cosas que debían ocurrirme muchas otras veces en la vida. No fue un deseo, sino una certeza extraña y conmovedora.

Yo tenía once años. Yo comenzaba a estar obsesionado con escribir cosas que aparecieran después en un papel lejano, compuesto por otros, multiplicado por otros, distribuido por otros. Leído por otros. ¿Cómo pude haber olvidado aquella primera emoción hasta hace tres días, si de esa emoción surjo, si de esa obsesión estuvieron diseñados, después, todos mis pasos en la vida, cada uno de mis insomnios de tinta y de papel, y mis patologías, y mis incertidumbres y mis cuentos?

Desde aquel día todo fue más fácil, porque por fin ya sabía qué hacer con mis pasiones, sabía a dónde tenían que ir a parar. Desde aquella tarde no pude dejar de escribir, no quise dejar de hacerlo nunca más. Mi padre se dio cuenta del asunto y habló con su amigo Bustos Berrondo, que dirigía un diario en Mercedes. Le pidió un favor complicado que, por suerte, el amigo de mi padre aceptó.

Fue así como a los trece años tuve mi primer trabajo de periodista, cubriendo la liga de básquet para el diario El Oeste. Eran crónicas semanales, muy cortas, en donde explicaba el trámite del partido, los mayores anotadores y las incidencias más importantes. Tomaba notas a mano en la cancha, escribía el artículo a máquina en casa —letra por letra, usando solamente estos dos dedos que sigo usando ahora— y caminaba las cuatro cuadras hasta la redacción del diario; iba lleno de nervios, ilusionado y feliz.

—Ahí viene el gordito —decían los muchachos de la imprenta, llenos de tinta hasta las orejas.

Yo entraba y quería actuar con naturalidad, pero el corazón se me salía por la boca cada sábado, cada vez que entregaba mi crónica semanal sobre básquet. Le dejaba la hoja llena de texto a la secretaria, y veía cómo la hoja pasaba de su mano a la mano de otros, y después de otros más. Así comenzaba el milagro.

En el diario El Oeste, por supuesto, no me pagaban. O sí. La paga era ver, al día siguiente, mis palabras impresas en el papel.

Como promediaba la década de los ochenta, llegué justo a tiempo para vivir, oler y recordar cómo se hacían los periódicos antes del PageMaker y de la era digital. Conocí las redacciones antiguas, donde no había computadoras sino olivettis de carro ancho; entré a las salas de revelado; conocí el sonido de las viejas Garaventa cuando se atascaban; y, sobre todo, fui contemporáneo de tres oficios que ya han desaparecido para siempre: el linotipista, el tipógrafo y el estereotipista.

No dejé nunca de hacer aquello (que también es esto que hago ahora), y por alguna razón secreta jamás en todos estos años, que son ya muchos, he dejado de divertirme ni de emocionarme a la hora de escribir. O mejor dicho: a la hora de saber que lo que he escrito está siendo leído por otros, en otra parte, lejos de mí.

Pero por alguna razón no recordaba el momento en que había ocurrido el primer resorte vocacional, el primero de todos los milagros. Y vino a recordármelo Natalia, que encontró la prueba contundente en la página cinco de una revista efímera de mi infancia.

Es extraño contar todo esto ahora y de este modo, desde un portátil conectado —sin cables— y a través de un blog de publicación instantánea en todo el mundo. Es extraño saber que ahora mismo, en dos minutos apenas, yo presionaré este botón de aquí y ustedes ya tendrán mis palabras en casa o en la oficina, en Montevideo, en Veracruz, en Mercedes, sin que nadie se haya manchado las manos de tinta, sin carteros, sin tipógrafos y sin esfuerzos.

No ha pasado tanto tiempo, sólo veinticinco años veloces, entre una cosa y la otra. No hay mucha diferencia entre el chico de campo que esperaba la llegada de una revista desde la Capital y éste que soy ahora, el que escribe este párrafo en su casa y a la vez tan lejos de su casa.

Aquel chiste, aquel primer chiste impreso de mi infancia, ha regresado después de mucho tiempo para decirme que todo está igual, que no se han truncado las emociones, que cada libro nuevo con mi nombre es un milagro idéntico al primer milagro, y que el olor de la tinta en el papel no tiene precio.

El chico de entonces, el gordito aquel que caminaba las cuatro cuadras con el corazón en la garganta y el texto novato entre las manos, el que deseaba que la vida futura estuviese llena de tinta y de palabras, puede dormir tranquilo. Estoy feliz de no haberlo traicionado.

Pero él seguro que más.

Hernán Casciari