El dia que vendimos fugazzeta bendita
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Más respeto que soy tu madre

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El miércoles pasado se nos presentó la disyuntiva: ¿abrimos la pizzería en Semana Santa o nos quedamos panchos en casa, sin trabajar hasta el lunes? Muy devotos no somos, la verdad. Pero trabajadores, menos. Así que nos pasamos la tarde dándole vueltas al tema. Por suerte, a falta de las ideas marquetineras del Nacho, el Nonno tuvo una ocurrencia que nos llenó de clientes el negocio.

—¿E per qué non preparamo una pizza bene católica, apostólica e romana? —propuso mi suegro, y a todos nos pareció lo más correcto.

Hubo dos o tres ideas que desechamos enseguida (dibujar encima de la pizza un Cristo de muzzarella nos pareció medio hereje, máxime porque al Caio se le ocurrió hacerle al Jesús los bigotitos con anchoas y la sangre con morrones), hasta que por fin dimos con la clave: la pizza, en vez de masa común, iba a tener láminas de hostia. Como digo yo siempre: en la sencillez está el arte.

Para promocionar el nuevo producto de Pizzería Bertotti, mandamos hacer unos panfletos en la imprenta el mismísimo miércoles, y mientras la Sofi y la Negra Cabeza repartían los panfletos, nos quedamos toda la noche cocinando y rezando. El rumor se expandió rápido, y a las ocho de la mañana del jueves ya había feligreses haciendo cola para llevarse una hostia a los cuatro quesos y dos cocacolas.

Lo que no hubiéramos pensado nunca era que la Iglesia se nos iba a enojar. El jueves anduvo todo bien. Vendimos como doscientas pizzas a la hostia y unas cincuenta pizzas normales (porque en Mercedes hay mucho ateo también). La cosa se complicó cuando el Nonno, envalentonado, se puso a confesar gente por un plus de dos pesos.

—¡Una pizza a la hostia e una confechione per cuatro con chicuanta —pregonaba—, e la fanta naranca te sale grati!

Es verdad: un poco se nos fue de las manos el asunto, porque no paraba de llegar gente; incluso algunos —se conoce que los más fieles— venían propiamente de rodillas desde sus casas, y además de venderles la pizza había que curarles las patas con merthiolate.

Pero el viernes, cuando ya todo Mercedes se había comido por lo menos dos porciones de la pizza milagrosa, cayó por el negocio el arzobispo Emilio, caliente como una pipa, acompañado del subcomisario Rementería y un abogado de la Diócesis.

—Ahí los tiene, subcomisario —decía, señalándonos—, por culpa de esta gente tengo la iglesia media vacía.

El subcomisario nos pidió los documentos, y después (lo que es el instinto, corazones) se comió media pizza gratis. Recién entonces nos prohibió confesar a los clientes y nos puso una multa de cincuenta pesos por escándalo en la vía pública. Nosotros pagamos calladitos, porque igual el negocio era redondo. Pero al arzobispo Emilio, sin embargo, le pareció poco castigo:

—¡No señor! —gritaba con esa voz gruesa que tiene—. Lo que hay que hacer es clausurarles el comercio y meterlos presos a todos… No se puede lucrar con la fe.

—¿Cómo que no se puede? —se me escapó del alma—. ¿Y usted el Toyota ese que está en la puerta cómo se lo compró, arzobispo? ¿Se lo ganó en una rifa del Cotolengo?

—El Toyota no es mío —se defendió el arzobispo Emilio—, es de la Diócesis; un arzobispo no tiene nada a su nombre, un arzobispo es como mucho el chofer de Dios. Y la Iglesia no lucra con la fe. «Es» la fe —y luego, mirando a uno de sus abogados—: explíqueles, doctor Martínez, o para qué mierda lo traje.

—Ustedes, los civiles, no pueden vender hostias en nombre de Cristo —recitó Martínez, el abogado de la Iglesia—. JesucristoTM y todos sus derivados son una marca registrada a nombre del excelentísimo arzobispo Emilio.

—Entonces vayan y métanlo preso a Mel Gibson —se queja el Caio—, que ese sí está levantando guita con la pala…

¿Por qué siempre nos meten presos a los fumadores? ¡Vayan a buscar a los traficantes!

Nos pasamos la tarde discutiendo, mientras el Zacarías y la Sofi, a espaldas de la conversación teológica, seguían vendiendo pizzas como si se fuese a acabar el mundo.

Gracias a Dios (nunca mejor dicho), después de varios tejemanejes, pudimos negociar con el arzobispo Emilio: él nos dejaba seguir vendiendo pizza a la hostiaTM hasta el domingo, y el treinta por ciento de la ganancia quedaba para él. Perdón: para los pobres (así quedó escrito en el contrato). Según el arzobispo, él mismo en persona va a ir esta semana, casa por casa de los pobres, a darles un pedacito de la ganancia. ¡Lo que es la fe!

Mirta G. de Bertotti
(Personaje de una novela de H. Casciari)