El espectáculo de volar
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Después de los atentados del 11-S comenzó a crecer la manía de aplaudir en los aviones.

Cuando las aeronaves tocaban tierra después de muchas horas de vuelo, los pasajeros prorrumpían en una ovación cerrada. Larga, liberadora forma de alivio colectivo. Ahora ya se ha perdido esa costumbre, porque el miedo en los humanos siempre cotiza a la baja, pero el ritual duró dos o tres años y se dio en todos los aeropuertos del mundo. Eran los tiempos en que nadie se subía a un avión sin pensar en las desgracias de Nueva York, sin recordar la fragilidad de la vida. Los aplausos no marcaban un ritmo festivo (como ocurre en los teatros después de la función) ni era tampoco un batir de palmas de compromiso (como el que se ofrece después de un discurso largo y vacío). Se trataba de una nueva forma de aplauso: los pasajeros aplaudían estar vivos; aplaudían que ningún loco había viajado con ellos; aplaudían no ser noticia. 

El comportamiento humano en los aviones se torna muy inestable las semanas siguientes a que ocurra un desastre aéreo en algún lugar del mapa. Los pasajeros intercambian miradas huidizas, están atentos a las posibles reparaciones, se sobresaltan con las turbulencias. En cambio, si ningún drama ha sido tapa de los diarios en los últimos meses, todo el mundo va relajado en sus asientos y las nubes negras de la desdicha pasan de largo. Ahora, que todavía está presente el vuelo siniestrado de Air France, se suma una nueva desgracia entre Yemen y Comoras. Hay inquietud, volar no resulta fácil. Por eso el jueves pasado los pasajeros de un vuelo entre Mallorca y Newcastle no se sintieron relajados cuando, antes de despegar, las azafatas del avión los invitaron a cambiar de asiento. Sin importar el número de ubicación escrito en los billetes, la orden fue que se apretujaran todos en la parte trasera del avión. 

¿El motivo? Simple. Se había trabado una de las puertas de las bodegas donde se guardan las maletas, y entonces todos los bártulos fueron cargados en la parte delantera. Así que, para equilibrar peso, se invitaba a los pasajeros a convertirse en lastre. 

Quizá si no hubiera estado el siniestro de Air France sobrevolando el ambiente, o este nuevo accidente en Yemen, todo el pasaje habría hecho caso al pedido. El ser humano es bastante dócil cuando está relajado; es capaz de hacer caso a cualquier idiotez. Pero esta vez no. Hubo revuelo y muchos pidieron bajar. Un padre, con un hijo pequeño en brazos, dijo: «Quiero un avión donde no seamos usados como una balanza». Las azafatas tuvieron que abrir las puertas. Ciento quince pasajeros se quedaron en el aparato y setenta y uno salieron corriendo de allí. Buscaron otros vuelos, o un hotel para pasar la noche. Ahora preparan demandas para la aerolínea. Cuando el ser humano está despierto a la posibilidad del desastre, su propia vida adquiere el protagonismo de un espectáculo. De un hecho artístico sobrenatural, único, en el que si todo sale bien hay que aplaudir (batir palmas a rabiar si es necesario) y si la trama pinta mal es menester salir del cine antes de que oscurezca. 

Hernán Casciari