«El falso autoestop», de Milan Kundera
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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Hacía un año que Melisa y Lautaro estaban juntos cuando se fueron de vacaciones al sur, en el auto de él. En mitad del viaje, aunque tenía el tanque por la mitad, Lautaro paró a cargar nafta porque sabía que la próxima estación de servicio estaba a más de doscientos kilómetros de distancia, y no quería correr ningún riesgo. 

Un camión cisterna que recargaba combustible en los surtidores los demoró más de la cuenta. Ellos aprovecharon para tomar algo y estirar un rato las piernas. Después Melisa agarró la mochila y fue al baño. En el espejo de la pared se vio pálida y se ma­quilló un poco. Cuando volvió a mirarse parecía una persona distinta de la que había entrado. 

«Es increíble lo que un poco de maquillaje puede hacer», se dijo a sí misma.

Al salir del baño, observó que el camión cisterna se estaba yendo y que Lautaro avanzaba hacia el surti­dor. Entonces Melisa tuvo una idea espontánea, inex­plicable; una especie de chiste interno. 

Caminó hasta la banquina y empezó a avanzar sola por la ruta, despacio, con la mochila al hombro. Al rato escuchó el motor de un auto que se acercaba y giró la cabeza sin dejar de caminar. Era Lautaro. Ella le hizo dedo. Él frenó, bajó la ventanilla y le habló con una sonrisa seductora: «Hola, ¿a dónde vas?», le preguntó. «Al mar, ¿me llevás?», le dijo ella y él asintió sin dudarlo. 

La chica subió enseguida y el auto volvió a acelerar. «Parece que estoy con suerte», dijo él, con las ma­nos apenas rozando el volante. «Hace cinco años que hago esta ruta y nunca me había tocado llevar a una chica como vos». «¿Como yo, qué?», preguntó ella, a la defensiva. «Linda», dijo él. «¡Ah, bueno! Por lo que veo no sos de los que pierden tiempo», se enojó ella y se puso a mirar el paisaje. 

No le gustó pensar que así, de esa manera, era como él seguramente seducía a otras chicas cuando ella no estaba. «Perdón, ¿te molestó lo que dije?», preguntó él. Ella cambió de expresión: «Si saliera con vos capaz que sí. Pero como no te conozco y tuviste la buena onda de llevarme, todo bien», le sonrió, pícara. 

Siguieron charlando como si no se conocieran. De pronto, eran dos extraños viajando por una ruta desierta, y ese juego —raro y por momentos un poco ridículo— empezaba a gustarles cada vez más.

Meses atrás, cuando habían planeado las vacacio­nes juntos, decidieron que dormirían una noche en las sierras, como parada intermedia. Pero ahora, en el camino, Lautaro vio que se acercaba una bifurcación y pensó en desviarse. Miró a la chica y le preguntó: «¿Qué pasa si llegás más tarde al mar?». «¡No, imposi­ble! Me está esperando mi novio», dijo ella, jugueto­na y al mismo tiempo sorprendida con la respuesta. Pero Lautaro ya lo había decidido y agarró el desvío sin que ella se opusiera. 

Anduvieron un rato por un camino de tierra hasta que aparecieron en un pueblo desolado, con un solo hotel, para pasar la noche. Lautaro estacionó en la puerta y entró a pedir una habitación. Melisa lo espe­ró en un bar que había al lado. Era tarde y no habían comido. El lugar era una mezcla de bodegón y bar pringoso, con una barra y dos mesas de pool. Lautaro llegó con la llave de la habitación en la mano. Pidie­ron vino y brindaron. 

Durante la cena siguieron fingiendo que eran dos desconocidos, y en ningún momento dejaron de se­ducirse. Pidieron otro vino y Melisa se levantó de la mesa. «¿A dónde vas?», preguntó él. «A mear», dijo ella, asombrada de lo que acababa de decir porque jamás había sido grosera con él, pero en ese juego, lo sabían los dos, estaba todo permitido. 

Antes de entrar al baño, un borracho con un vaso de whisky en la mano le miró el culo y las tetas. Cuan­do volvió a pasar el hombre la agarró de la mano y le dijo: «Ey, linda, ¿cuánto cobrás?». Él escuchó todo desde la mesa y se irritó por dentro, pero no hizo nada. Solo la miró a la distancia y ella, levemente hu­millada, le sostuvo la mirada. 

Lautaro pagó y se fueron los dos al hotel. Era una habitación sencilla, con una cama matrimonial, una silla y un baño. Él cerró la puerta y la besó. Se des­nudaron entre los dos, con ansiedad. Él la tumbó de espaldas sobre la cama, con violencia. «Sos una puta», le dijo lleno de odio. Ella aguantó el llanto, pero le pidió que no apagara la luz. 

Acabaron los dos al mismo tiempo. Él se acostó al lado de ella: el juego había terminado. Las cosas, de pronto, volvían a su lugar. 

Se quedaron callados, conteniendo la angustia, hasta que ella estiró la mano por encima de él y apa­gó el velador. No querían verse las caras. Todavía les quedaban trece días de vacaciones por delante.

Milan Kundera
Una adaptación de Hernán Casciari