«El hambre de los muertos», de Alberto Laiseca
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Pausa

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La trama transcurre en Buenos Aires, cuando la ciudad era una aldea de calles con adoquines, ca­sas bajas, zaguanes profundos y patios con glicinas. En esa época, en el viejo barrio de San Telmo, había una casa que estaba construida sobre una esquina en ochava. Era una casa sencilla, de pocos ambientes, habitada por una familia de negros. 

El lugar era muy chiquito y la familia entera tenía que vivir apilada. Cocinaban y dormían apretados: hombres, mujeres, chicos y animales. Eran felices, a su manera, hasta que un día llegó la fiebre amarilla. 

Las familias ricas del barrio huyeron espantadas al campo, en busca de aire limpio. Pero los negros de la esquina no tenían manera de trasladarse a ningún lado, y tampoco estaban dispuestos a abandonar su casa, de modo que se quedaron a enfrentar la epide­mia. Resistieron como pudieron, dieron batalla, pero la fiebre fue poderosa y los terminó matando a todos, uno por uno. Cuando los encontraron eran casi es­queletos, y nadie supo si murieron por la epidemia o directamente de hambre. 

Con el tiempo las calles volvieron a ser seguras, los porteños lentamente regresaron a sus hogares, pero la casa de los negros quedó deshabitada. Nadie se animaba a entrar ahí porque, se decía, el lugar había quedado maldito. Por la noche se escuchaban mur­mullos espantosos y muebles que se movían de un lado para el otro. La gente del barrio decía que eran los muertos, que seguían teniendo hambre. Era tal el espanto que nadie se animaba a pasar por la vereda después de las seis de la tarde. 

Así la casa estuvo deshabitada unos treinta años, hasta que llegó a San Telmo una mujer con un bebé. Era una chica joven que venía del interior y que ya hacía varios días que vagaba por el barrio con la cria­tura a cuestas, los dos con frío y sin un techo donde protegerse. Apenas supo de la casa abandonada, la chica se paró frente a la puerta, la empujó un poco… y la puerta se abrió. 

A la chica se le iluminó la cara. Sonrió después de muchos días, con el bebé en los brazos. Y cuando adelantó el pie para entrar, una vieja que pasaba por la vereda la agarró del brazo y le dijo: «¡No te metas ahí, nena! ¡Y menos con una criatura!». 

La chica la miró seria. Era una vieja extraña, con el pelo blanco y desordenado, y con una expresión con­fusa en la mirada, como de loca. Le dijo: «Mi bebé y yo no tenemos dónde dormir, señora, y esta casa está vacía, ¿por qué no nos iríamos a meter?». 

«¡Porque están hambrientos ahí dentro, m’hija!», dijo la vieja con los ojos muy grandes. La chica enten­dió que la vieja estaba loca, pero de todas maneras, como para confirmarlo, preguntó: «¿Quiénes están hambrientos, señora?». Y la vieja dijo, sin dudar: «Los muertos, nena, los muertos que no han tenido paz». 

La chica sonrió con algo de dulzura: «Déjese de pavadas, señora», le dijo un poco cansada, y se me­tió en la casa con la criatura en los brazos. Y cerró la puerta. 

Las primeras noches, sola con su bebé en ese lugar oscuro, tuvo un poco de miedo. Pero no a cosas so­brenaturales: les tuvo miedo a las cucarachas, a la fal­ta de luz nocturna, o a que apareciera el propietario de la casa y los echara. Pero pasaron los días, llegó la primavera y nadie los echó. 

Igual había algo que desde hacía unas semanas ha­bía empezado a preocuparla: a pesar de que le sobra­ba leche para amamantar, y que el bebé tomaba como un desesperado todas las noches, la criatura se iba po­niendo cada vez más flaquita, sin que ella entendiera por qué. 

Un día incluso pudo ver los huesos debajo de la piel de su bebé, y ahí se asustó de verdad. Cubrió al bebé con una manta y caminó hasta lo de una curan­dera del barrio. La Abuela Pepa, se llamaba; según le habían dicho, tenía fama de «bruja buena» y de ayu­dar a la gente humilde.

Le golpeó la puerta a la Abuela Pepa. Del otro lado apareció la misma vieja de pelo blanco que le había advertido no meterse en esa casa. La chica se sobresal­tó, pero la vieja la calmó con una sonrisa bondadosa y la hizo pasar. 

Apenas corrió la manta y vio a la criatura, la vieja dijo: «Hiciste bien en venir, m’hija. Tu bebé está piel y huesos por culpa de los muertos». La chica la miró sin entender. «¿Vos tenés luz ahí dentro?», preguntó la vieja. La chica dijo que no. «¿Y amamantás de noche, cierto?». La chica le dijo que sí, que todas las noches. 

«M’hija», dijo la vieja, «vos sentís que te chupan los pezones en la oscuridad y creés que es el nene… Pero no es el nene. Son los labios de los muertos de hambre los que te sacan la leche».

Alberto Laiseca
Una adaptación de Hernán Casciari