No soy una persona normal: vivo entre enfermos mentales y soy uno de ellos. La gente como nosotros no tiene buena memoria. Somos dispersos, evasivos, a veces vemos tantas cosas ficticias que somos incapaces de separarlas de la realidad.
A veces nos gusta más ver un fantasma que un cartero, pues casi siempre el fantasma nos trae mejores noticias. Ese tipo de cosas que vosotros, los limpios del coco, no entenderíais jamás.
Tengo un amigo aquí, el Gelatinas. Nos queremos bastante, pero está loco. ¿Quién me dice a mí que el Gelatinas me recordará cuando me haya ido? ¿Quién me asegura que permaneceré en su corazón y en su memoria, si a veces es incapaz de recordar dónde ha dejado la manzana del postre?
El doctorcito V. y las enfermeras han visto pasar infinidad de enfermos, y verán por aquí a muchos más (porque la enfermedad está en alza este siglo). ¿Se acordarán de mí cuando pase el tiempo? ¿O seré, quizás, aquel loco gordito del que no recuerdan el nombre?
—¿Recuerdas a aquel payasín con barba que habitaba este cuarto a principios del siglo veintiuno, enfermera?
—Sí, era robusto y tenía los ojos verdes, pero se me escapa el nombre, doctorcito.
¡Ah, la desmemoria es prima hermana de la indiferencia! El mayor de mis temores es pasar por esta vida, o por este hospital (que es mi vida) sin dejar nada, ni unas migajas en el camino, como bien hicieron Hansel y Gretel. Quizás por eso escribo aquí, lunes, miércoles y viernes. Tal vez solo sea mi afán por dejar alguna cosa con mis huellas.
No soy un escritor, soy un cobarde que va rayando coches con el filo de una llave, mientras camina. En realidad todos los que escriben, los que pintan, los que componen, no son más que enfermos inseguros que quieren decir «aquí he estado, este he sido». Algunos lo hacen mejor que otros. Algunos rayan coches con más pasión.
El mayor de mis temores, cuando salga de aquí, es quedarme fuera para siempre.