Silvina era rara, y sobresalía del resto por su cabello: tenía un pelo largo, rubio y brillante, que usaba suelto y que, por sobre todas las cosas, encandilaba a Facundo. Él la miraba desde su pupitre en secreto y soñaba con ella todas las noches.
Hasta que un día, para sorpresa de todos, Silvina entró al aula rapada a cero con un sombrero blanco en la cabeza. Facundo no lo podía creer, iba a extrañar el pelo de Silvina. Esa noche no pudo dormir.
En la escuela empezaron a decir que Silvina se había cortado el pelo para ofrendarlo a una Virgen milagrosa. Se decía que Silvina tenía un hermanito enfermo y que le había regalado el pelo a la Virgen para que sanara y protegiera al hermanito.
Desesperado, Facundo creyó el chisme: eso quería decir que en algún lado estaba el cabello de Silvina. Él necesitaba al menos un mechón, para guardarlo de recuerdo. Así que armó una lista de capillas e iglesias de la zona que podían contener Vírgenes capaces de salvar hermanos moribundos y empezó por recorrer las más cercanas.
Al principio no tuvo suerte, pero un sábado pedaleó hasta una capilla pasando el arroyo y cuando llegó, una vieja salió de adentro vestida con un delantal.
Facundo le dijo que venía a ver a la Virgen y la vieja le sonrió.
La Virgen estaba al fondo, en una casilla de vidrio. Era una Virgen morena, bajita, de cara muy dulce. En los brazos tenía un Niño Jesús sin corona. Pero lo más importante era que, sobre su cabeza, estaba colocado un manojo de pelo rubio anudado, que caía a los costados de la cara de la Virgen.
Facundo acarició temblando ese pelo brillante. Después sacó una tijera de su mochila y cortó el cabello al ras, junto al nudo, y la Virgen quedó pelada. Esa noche Facundo durmió abrazado al pelo de Silvina.
El lunes Silvina faltó a clases. Cuando la maestra entró al aula, su banco seguía sin ocupar. Entonces la maestra les contó a todos: «Silvina no ha venido a la escuela porque ayer falleció su hermanito. Era un bebé y se fue derecho al cielo». Facundo agachó la cabeza de pena.
Un compañerito preguntó desde el fondo del aula: «¿Por qué se murió el hermanito de Silvina?».
«Nació muy enfermo», dijo la maestra, «pero ustedes no piensen en eso. Piensen que ahora la cuida a Silvina desde el cielo».
Pero de nuevo otro nene preguntó: «¿Pero la Virgen no iba a salvarlo? ¿Silvina no le había llevado el pelo de regalo para que la Virgen lo salvara?».
La maestra, esta vez, no supo qué contestar.
Esa tarde, ni bien sonó la campana, Facundo agarró su bici y pedaleó fuerte hasta su casa. Tenía el pelo de Silvina escondido en su mesita de luz, envuelto en una tela. Agarró el cabello entero y lo puso en su mochila. Fue a toda velocidad hasta la capilla. Se metió en silencio y caminó entre los bancos, rumbo al sagrario donde estaba exhibida la Virgen y dejó el pelo de Silvina a sus pies.
El sol quemaba cuando salió de la iglesia. El pueblo salía de a poco de la siesta. Llegó a la plaza principal cansado y se bajó de la bici. Frente a la casa velatoria, del otro lado de la plaza, se había organizado una procesión de autos. La encabezaba un coche largo que cargaba el cajoncito rodeado de coronas y palmas.
Facundo se quedó quieto. Detrás del vidrio de uno de los coches que pasaron al lado suyo pudo ver la cara de Silvina. Miraba hacia delante y tenía puesto el sombrero blanco que había llevado a la escuela los últimos días.
Facundo no supo qué hacer, pensó en decirle algo pero solo levantó la mano para saludarla. Silvina le sonrió de lejos, con los ojos tristes, y desapareció junto al cortejo.