El sentido del olfato en los trenes
8m

Compartir en

El nuevo paraíso de los tontos

Compartir en:

Mi nombre no importa; no voy a presentarme. Lo que importa es mi cara, que aparece de perfil en un video que ahora recorre el mundo. En ese video viajan en metro un español, una ecuatoriana y un argentino. (Parece el principio de un chiste, pero no lo es). Yo soy el argentino. O quizás en ese video vayan en un vagón una víctima, un verdugo y un cobarde. En ese caso, soy el cobarde. También es posible que en ese tren estén viajando tres animales muertos de miedo, oliendo a diferentes miedos. Pero eso no lo dice nadie.

Yo soy el que mira para otro lado, el que está sentado a la derecha y abajo de la imagen. Aparto la vista porque tengo terror de sobresalir, de cruzar la mirada, de chocar contra los ojos de la bestia. Hay una pregunta que no quiero escuchar en ese momento, en ese tren, a esa hora de la noche. La pregunta es: «¿Y tú qué miras?».

No tengo la suerte de ser un argentino invisible, nieto de polaco y española, o bisnieto de italiana y vasco-francés. Soy argentino profundo, algún indio ranquel anda en mi sangre todavía. Y ese cuarto de sangre contaminada es suficiente para que aquí me pidan los papeles por la calle, o para que me peguen una paliza los leones.

Los leones nos detectan por el rasgo aindiado, no por el pasaporte. No importa dónde nacimos ni si les quitamos el trabajo. No importa quién es nuestro dios ni el de ellos. Es solamente un tema de fealdad facial. No sé por qué le llaman racismo a este asunto; estoy seguro que con cirugía estética a precios razonables, en España se acaba la violencia en los trenes nocturnos.

Por eso yo no pongo nunca mis ojos en los ojos del león, ni en este video que recorre ahora el mundo ni tampoco antes, en otros vagones sin cámaras de vigilancia. Pero sobre todo en este video, yo no quiero que él me huela. Si no estoy atento a su merienda flamante, si sigo pastando ajeno, es posible que la bestia no descubra que soy un ciervo idéntico al que ya está devorando.

Antes de que el león subiera al tren, yo miraba con timidez a la chica. Estábamos solamente ella y yo en el vagón vacío. Entonces sí hubiera deseado cruzar mirada, intensamente. Hay hombres que tienen la entereza de mantener los ojos fijos en la mujer desconocida, en un tren o en cualquier sitio, aunque ella también observe. Yo soy tímido y no puedo hacer esas cosas. Yo soy, también cuando no hay leones merodeando, el macho cobarde de la manada.

Nosotros, los tímidos, los cobardes, fantaseamos en los trenes. Más que nada cuando viajamos con mujeres hermosas a las que no sabemos abordar.

Una de mis fantasías preferidas es salvar a la chica hermosa de un peligro, ser su héroe. Los tímidos no sabemos trabar conversación falsa («¿sabes si este tren tiene parada en Virreyes?») ni entablar diálogo seductor «yo también he leído ese libro que estás leyendo»), entonces sólo nos queda la providencia improbable de un peligro.

Por eso mismo más tarde, cuando el león ya desgarraba a su presa con insultos y con patadas certeras en la cara, sentí por un momento que Dios me había preparado una broma cruel:

—Ahí lo tienes, cobarde —me decía el Señor—. Ahí está tu fantasía hecha realidad, el dichoso peligro ajeno que pides cada noche en los metros y en los autobuses y en las calles oscuras, cada vez que no puedes abrir la boca frente a una minifalda. Aquí tienes tu momento, tus quince segundos de gloria, anda, ahora puedes ser el héroe de esa chica, su bienhechor. Levántate y haz lo que has soñado mil veces.

Qué exagerado para los milagros resulta, a veces, Nuestro Señor Jesucristo. ¿No podía haber puesto una araña en la ventanilla de la niña guapa, una araña no muy grande que la llenase de pánico? Yo entonces sí habría saltado de mi asiento, habría dicho «no te preocupes», habría enrollado mi periódico y, ¡zas!, habría acabado con el insecto como el príncipe valiente que siempre he querido ser.

Pero Él tenía que hacer las cosas a su manera, pensé esa noche con rabia mientras escuchaba los insultos reales y los rugidos y los arañazos. Él, en Su enorme sabiduría, tuvo que hacer entrar al vagón a una bestia desbocada, a un animal dos veces más grande que yo. No una araña ni una cucaracha voladora, no. Aquella noche debía ser el inicio de un romance entre dos cervatillos tiernos, y a Él no se le ocurre mejor idea que meter en medio al rey león.

Dos hombres me han seguido con la mirada esta mañana, al salir de casa. Me veían con los ojos inquisidores, con el gesto duro. Más tarde la mujer mayor de la tienda, que siempre me saluda, no me ha dado esta vez los buenos días. Y por la noche unos chavales de mi edad me han tirado piedras, cerca de la estación. Ninguna me dio de lleno, por suerte.

Al mediodía me encierro en casa pero me aburro, porque mi madre ya no quiere poner la tele. Es que allí, en cualquier canal que pongas, sea la hora que sea, sigue estando mi perfil inmóvil, mis ojos fijos en la nada, mi culo que no se levanta del asiento de un tren nocturno.

Noche y día los informativos repiten, y no se cansan, las imágenes del vagón que muestra mi rostro en primer plano, de perfil, siempre a la derecha de la pantalla. Han pasado dos semanas y la gente ya se ha cansado de compadecerse de la bella, y también se ha cansado de repudiar a la bestia. Ellos tienen más suerte que yo, porque saben hablar, porque no son tímidos ni son cobardes.

La bella ha sido muy valiente y ya ha hablado del asunto. Dijo por la radio, sobre la bestia: «Como vio que yo estaba sola, pues mire, se puso a descargar su rabia». Para la bella yo no estaba presente aquella noche: ella iba sola en el tren, según sus palabras. La bestia también ha hablado del tema por la televisión. Dijo: «Yo iba borracho y no recuerdo nada, punto». Para él tampoco existí esa noche. La bestia estaba borracha y no me recuerda, nunca me vio.

El único que no ha hablado con la prensa, ni con nadie, he sido yo mismo, que no soy la bella ni soy tampoco la bestia. Que solamente soy un chico tímido, un animal doméstico y un poco escurridizo. Y algunas noches complicadas también soy, sin querer serlo, un cobarde.

Aunque todavía sea menor de edad —tengo diecisiete años, cumplo los dieciocho en marzo— los adultos de mi barrio me acusan de no haberme enzarzado en una pelea con otro adulto mayor, más grande que yo también en músculo, no sólo en edad o estatura o mañas.

Les doy vergüenza a todos.

Ellos, los de mi barrio, hubiesen deseado decirme al día siguiente, mientras me palmeaban haciendo corro: «Te hemos visto por la tele, has sido valiente, el otro era más grande y sin embargo te levantaste y peleaste como el hombre que todavía no eres, en el barrio estamos orgullosos de ti, hemos comenzado a organizar una colecta para comprarte la silla de ruedas».

Les doy vergüenza. A todos. Están enfadados conmigo porque no pueden sentirse orgullosos de mí.

Hasta esa noche yo vivía en Olesa, un pueblo tranquilo a treinta kilómetros de Barcelona en el que éramos quince mil animales domésticos, ciervos todos, casi ningún león desbocado, y a mí me conocían más bien poco. A mi madre más, porque es simpática y conversadora.

Pero ahora ya no vivo allí, aunque mi casa siga en el mismo sitio. Ahora no podemos salir a la calle, ni mi madre ni yo: el barrio se ha llenado de fieras con los dientes afilados, de leones salvajes que me acusan y señalan con el dedo. No a mí, no al de hoy. Señalan al que fui aquella noche en el video. Señalan al que no hará, ya eternamente, nada heroico en esa cinta.

A veces me da miedo de que uno de mi barrio se me acerque una tarde cualquiera, me olfatee, huela los restos de mi cobardía, y me estampe una patada en la cara.

Ya tenía yo bastante conservando un poco de esta sangre india que los leones salvajes pueden oler de lejos. Ahora además tengo este otro olor, pusilánime y rancio, que molesta mucho a los demás ciervos y los convierte en malas bestias.

Hernán Casciari