En general, los consideramos tipos con suerte; a ellos y a su familia. Siempre de viaje, generalmente tostados. Nos preguntamos poco si nos sirven para algo. Si nos son útiles. Hasta que ¡zas!, hay un maremoto en Asia, o un atentado en un hotel de Chipre, o una revuelta en el fin del mundo, o un accidente de avión en las antípodas. Entonces, sí, los llamamos con urgencia por teléfono. Los embajadores se convierten en corresponsales muy requeridos en los medios, y de golpe recordamos para qué estaban allí, por qué los necesitábamos. Para saber si hay argentinos muertos, o argentinos heridos, o argentinos encerrados, o argentinos que se salvaron de milagro… A todos nos hipnotiza saber si hay argentinos en medio de los desastres.
Después de la desaparición, el lunes pasado, de un avión de pasajeros en medio del Atlántico, la prensa online del mundo empezó a llamar a sus diplomáticos. El sitio donde habían nacido los accidentados era el gran titular. La segunda noticia importante. Por supuesto, Brasil y Francia eran dominadores absolutos del score macabro, pero sin duda había más nacionalidades siniestradas. Madrid encontró dos con velocidad y los diarios titularon: «¡Hay dos españoles entre los pasajeros!». Los diarios y noticieros de Buenos Aires tampoco tardaron mucho: «Se confirma que un argentino viajaba en el vuelo de Air France». Más tarde se sabría que aquel argentino era hijo de alguien conocido, lo que duplicó esa proximidad buscada, el dolor de lo cercano, la necesidad de ponerles nuestros rostros a las tragedias que ocurren en otra parte. Porque esa es la razón de que llamemos a los diplomáticos en los maremotos distantes, en los atentados y las desgracias que ocurren lejos. La razón es saber cuánto nos debe doler aquello. Si mucho, si poco o si nada. Cuánto deberíamos tardar en olvidar y pasar de página. De lo contrario, si no fuera por esto, ¿qué nos importa si son argentinos, chinos o marroquíes, los pobrecitos que se precipitaron al mar el lunes? Si nos importa es para confirmar que podíamos haber sido nosotros.
El caso de la azafata Clara Mar Amado (su nombre va de la literatura al presagio) es paradigmático. La chica, de treinta y dos años, formaba parte de la tripulación del avión siniestrado. Ella nació en Málaga, pero desde los siete años vivió en la Córdoba argentina con sus padres. En la prensa ibérica se la menciona como «la azafata española». En la prensa de Buenos Aires se informa sobre ella como «la azafata argentina» y en algunos casos como «la azafata de padres argentinos». No hay maldad ni intereses en estos tópicos, sino la intención de que el dolor nos resulte cercano. En esa puja invisible entre dos prensas que quieren hacer propia la nacionalidad de una azafata, en ese tire y afloje, el ser humano se muestra vulnerable, insensato y frágil. La muerte, que no tiene bandera, nos convierte en niños asustados.