Mientras voy a visitar a mi amigo don Juan, estoy leyendo un libro maravilloso, pesado y gordo (unas mil seiscientas páginas) y por primera vez en mi vida de lector empiezo a sentir la urgencia del libro electrónico. Ya no como amante de los gadgets, sino por necesidad real, por agotamiento y reumatismo.
En el libro que leo ahora hay miles de notas al pie y repeticiones argumentales. Lleva un apéndice al final, con las biografías de todos los autores a los que se hace referencia en el corpus. Cada vez que necesito conocer un dato debo poner el señalador, cerrar el libro (voluminoso, ya ajado), manipularlo con fuerza y revisar las páginas finales. Me siento un Neardental curioso y frustrado.
A veces me da la sensación de que determinada idea ya fue expuesta ocho capítulos atrás, pero es imposible buscar la fuente: hay que hacerlo a mano, página a página. Casi nunca lo logro y me deprimo. Me rasco, me quito pulgas; a veces aúllo.
El hábito digital hace que cada vez nos resulte más complicado leer a la antigua usanza. Sobre todo, cuando el material de lectura tiene ramificaciones. Nos hemos acostumbrado al salto, al hipertexto, al procrastino, a manejar tres o cinco ideas al mismo tiempo. Regresar al libro plano, unidireccional, es como volver a encender el fuego con una piedra y un palito.
Trascartón, el libro electrónico no parece avanzar en el mercado. Está el Kindle (de Amazon) que desde hace tiempo amaga con imponerse, pero nunca se impone. ¿Qué sentido tiene que me lo compre hoy, si no le puedo cargar contenidos en castellano?
Más allá de todas las razones sobre la tardanza, la verdad es que las editoriales no quieren correr la misma suerte de las discográficas. Los grandes grupos editores le ponen palos en la rueda a todos los proyectos electrónicos porque todavía no descubrieron de qué forma ganarán dinero cuando la materia escrita sea intangible (como ya lo es la música, como ya lo es el cine).
Hace treinta años el gran enemigo del capitalismo eran los comunistas. Ahora son los intangibles. ¡Qué felices eran los directivos de la RCA Víctor cuando los discos eran de pasta o de vinilo, cuando el que quería escuchar una canción tenía que comprarse el long play entero! ¡Con qué amor fumaban sus habanos y contaban los billetes!
Ahora la música es un intangible. Nadie la ve, no viene en cajita. Son datos invisibles que pasan de mano en mano, de oreja a oreja, sin que nadie pueda cobrar peaje. El cine también ha cambiado, tampoco viene en cajita.
El único ámbito de la cultura popular que todavía sigue unido al packaging es el libro. Y el temor a que la cajita nos resulte obsoleta (¡ya nos resulta, odio llevar este ladrillo en la mochila!) le pone los pelos de punta a los intermediarios de la cultura, a los que ganaron dinero siempre sin hacer nunca demasiado.
Por pura ansiedad, voy de visita a la casa de Juan Dámaso, un vidente vasco que hace unos años tuvo una breve fama vaticinando desgracias por Internet. Ahora está jubilado, pero sigue recibiendo a los amigos. Al llegar, le pregunto qué ve en el futuro respecto al libro electrónico, si falta mucho o poco para poder disfrutar de ese avance tan necesario.
—¡Ah! —me dice, poniendo los ojos en blanco— ¡La literatura intangible: bajarse libros de Borges y ponerlos en el iPod, descargar la obra completa de Vila-Matas en un archivo .zip y descomprimirla en el avión, toda nuestra biblioteca en un pendrive de ocho gigas!
—Eso, eso —me excito—, dígame, don Juan, ¿cuándo llegará ese futuro maravilloso, cuándo dejaré de llevar kilos de novelas en mi mochila?
—Veo grandes desgracias —me asegura, alzando los brazos al cielo—. Gerentes de marketing arrojándose por las ventanas de Random House Mondadori, editores y representantes de autores limpiando parabrisas en los semáforos, veo dos rubias en tetas, en la playa, leyendo a Paulo Coelho desde un dispositivo portable de ciento veinte gramos…
Sonrío, esperando más, pero Dámaso interrumpe allí su discurso y se queda con la vista ciega. Comienza a soltar un hilo de baba blanca por la comisura de los labios.
—¿Qué más? ¿Por qué se queda en silencio, don Juan? —le pregunto.
—Sigo viendo a las rubias: creo que una le pondrá bronceador a la otra. Espera un segundo, ahora mismo regreso.
Dámaso se encierra en el baño y me quedo solo en su salón, pensando en la cultura intangible, en el arte que no tiene entidad, en la obra que no se toca pero sí pasa de mano en mano. Me alegro de que el futuro nos depare esto también con los libros. A los quince minutos el vidente regresa del servicio, con la camisa desprendida y los ojos todavía en blanco.
—Continuemos —me dice, y vuelve a su vaticinio—. El libro será el próximo paso, pero la era de los contenidos intangibles y compartidos no acabará allí, mi querido y gordo amigo. También veo a directivos de Lufthansa suicidándose o viviendo en la pobreza extrema. En algunos años existirá el turismo electrónico.
—¿Cómo es eso?
—Alguien, por ejemplo, hace un viaje a Filipinas y lo graba con sensores táctiles y visuales. Después pone el viaje en la carpeta Incoming. Entonces otro, que no tiene dinero para viajar a Filipinas, o que no tiene ganas de subir a un avión, descarga las sensaciones del viaje, lo revive segundo a segundo.
—¡Es la muerte de las agencias de turismo! —grito.
—Sí señor, y también es el ocaso del modo de vida japonés —me responde Dámaso Miranda—. Los vuelos intangibles, según puedo prever, estarán de moda desde 2015.
—¿Pero eso no es vivir la vida de otro?
—¡Pues claro! Ahora tú escuchas la música que ha comprado otro, y ves la película que ha comprado otro, y dentro de poco leerás el libro que ha comprado otro. En algunos años harás el viaje que ha hecho otro… ¡Enhorabuena!
—Pero en ese caso no habrá libre albedrío —sospecho—. Si el viajero original entra a un bar homosexual filipino, uno no puede elegir no entrar a ese bar.
—Por supuesto. Si compras el viaje, vives ese viaje. Y si en ese viaje tres filipinos grandotes le dan por el culo al turista original, prepárate para gozar tú también, amigo mío.
—No sé si me gustará ese futuro, don Juan.
—Pues te jodes. Los bienes intangibles tienen algunas ventajas inmediatas, pero también requieren de nosotros algún sacrificio. Quizás en el futuro esos esfuerzos no sean económicos, pero algo tendrás que dar a cambio.
—¿Qué me quiere decir?
—Volvamos al libro que llevas en tu mochila, al motivo por el que has venido hasta aquí —me dice—. Cuando ese mamotreto de mil quinientas páginas sea electrónico, tú no lo pagarás. Y no te pesará en la mochila, y podrás consultar bibliografía complementaria con un solo clic, y tendrás un buscador temático… ¿verdad?
—Sí —respondo.
—Pero también dejarás de hacer ejercicio, no irás a la librería a buscar el libro, no disfrutarás del olor del papel, no sentirás la satisfacción de haber conseguido algo con un mínimo de esfuerzo, perderás el hábito milenario de mojar el índice para dar vuelta la página, te crecerá el culo por falta de movimiento —me mira un poco y agrega—: bueno, eso ya te ha ocurrido. Pero a lo que voy, amigo mío: nada es del todo gratis, ni siquiera cuando adquieres un intangible.
—Dicho así, es verdad.
—Si un día te descargas el viaje a Filipinas, te sangrará el culo. O quizás te atraquen en una esquina oscura y sientas el filo de una navaja en el cuello. O tal vez el turista original folle con una prostituta sucia y a ti más tarde te arda la ingle.
—Dios no lo permita —digo, tragando saliva.
Regreso a casa otra vez en tren, después de la visita a Juan Dámaso, con una sensación ambigua. El enorme volumen de mil seiscientas páginas ya no me pesa tanto en la mochila, ni tampoco en las manos cuando me dispongo a seguir leyéndolo. Me queda también rebotando en la cabeza una frase de don Juan, algo que me dijo en la puerta de su casa, al despedirnos:
—Hay libros, Casciari, y también hay viajes, que debemos hacer nosotros mismos, con nuestros propios esfuerzos.
Quizá el Kindle, de Amazon, llegue al mercado pronto, con contenidos en español y multitud de accesorios; quizá lo compre y me convierta en uno más de esos señores que van en el tren, idiotizados con un aparatito digital, buscando la respuesta veloz, saltando de una idea a la otra.
Pero este lomo ajado que tengo en las manos ahora, este medio kilo de papel envuelto en cartones rústicos y blancos, este olor y este silencio antiguo, es también un viaje milenario, es mi viaje.
Es raro. Miro ahora mismo a todos los pasajeros del vagón: algunos hablan por el móvil, otros escuchan su iPod, otros están imantados a sus portátiles, revisando un Excel. Mi libro gordo y roto parece de otro mundo al lado de todo aquello, de un mundo anterior.
Me mojo el índice, doy vuelta la página y me siento real y en movimiento. Como un turista original, de carne y hueso, en un vagón lleno de viajeros fugaces como hologramas.