El viudo había logrado atesorar, en una larga vida de trabajo, 54 monedas de oro que guardaba celosamente. Su ilusión era que sus hijos heredaran aquella fortuna en partes iguales, pero temía que los más débiles no tuvieran la picardía necesaria para hacer valer el dinero antes de perderlo.
Una tarde el viudo sintió un leve dolor en el pecho y supo que no le quedaba mucho. Como era un hombre práctico, se sentó en su mesa de trabajo y urdió un plan para que sus tres hijos tuvieran el mismo capital y las mismas oportunidades en la vida.
A la mañana siguiente, mientras Federico, Alejandro y Bernardo se encontraban fuera, enterró 36 monedas de oro bajo un naranjo, y colocó las 18 restantes a la vista. Por la tarde sentó a sus hijos a la mesa y les dijo que les daría a cada uno 3 monedas de oro y un caballo para que pasaran tres días con sus noches fuera del hogar. Lo hizo, y guardó a la vista de todos las otras nueve.
—Al cabo de ese tiempo deberán volver —les ordenó—, narrarme qué han hecho durante el viaje, y mostrarme cuánto dinero poseen.
Ya solos, los hermanos ensillaron sus caballos y razonaron del siguiente modo:
—La idea de nuestro padre —dijo Federico— es conocer cómo nos manejamos con el dinero. Quien lo duplique tendrá, como premio, mayor parte de la herencia; quien conserve las tres monedas tendrá una parte menor; y quien las pierda, en castigo, no tendrá nada. Propongo que regresemos al cabo de los tres días con la misma cantidad cada uno.
Luego habló Alejandro:
—Yo en cambio creo que nuestro padre quiere saber cómo nos desenvolvemos para solventar al más débil. El que regrese con más dinero tendrá menos participación en la herencia; el que regrese con la misma cantidad tendrá un poco más; y el que vuelva sin nada, para equilibrar sus limitaciones, tendrá la mayor parte de la fortuna. Propongo que enterremos las nueve monedas y regresemos al cabo de los tres días sin nada en los bolsillos.
—No sé ustedes —dijo finalmente Bernardo—, pero yo quiero conocer otros pueblos. No me interesa lo que piense papá. Es la primera vez que tengo algo de dinero y un caballo, y no pienso desperdiciarlos. Ustedes quédense aquí si lo desean; yo iré a conocer otras ciudades y trataré de hacer fortuna. Una hora antes del plazo estipulado volveré a buscarlos e iremos los tres casa. Si logro multiplicar el dinero, lo compartiré con ustedes en partes iguales. Pero si lo perdiera todo… ¿ustedes repartirán conmigo lo que tengan para que regresemos los tres con la misma cantidad?
Federico y Alejandro se miraron, y luego de sopesar la propuesta estuvieron de acuerdo. Estamparon el trato dándose las manos como caballeros y el más pequeño partió.
Los hermanos mayores, sin embargo, avanzada la noche, temieron por la suerte que pudiera correr el benjamín y decidieron seguirlo desde lejos para que no le ocurriese algo malo. Y entonces vieron con sorpresa que Bernardo, en lugar de alejarse, daba un rodeo y regresaba a la casa paterna. Federico y Alejandro no entendieron qué tramaba el menor pero lo dejaron hacer.
Bernardo se escondió en la caballeriza cada uno de los tres días que duró el viaje, y sólo salió de allí por la noche para entrar a hurtadillas a la casa de su padre y robar cada madrugada una moneda de oro de la herencia, hasta llegar a tres monedas.
Sus hermanos, aunque se sentían defraudados, no hicieron nada por impedirlo. A la hora estipulada los mayores regresaron al sitio acordado y esperaron a Bernardo, para ver con qué cuento se aparecía éste. Bernardo llegó con el mismo caballo y les dijo:
—Hola hermanos, ¿todavía aquí?
—Sí, Bernardo —respondieron ellos—, no nos movimos un centímetro, y conservamos tres monedas cada uno. ¿Tú qué hiciste?
—Recorrí toda la comarca, gastando cada día una moneda, hasta que las perdí a todas. No tengo nada, sólo el caballo. Y espero que cumplan vuestra promesa y repartan el dinero que llevan conmigo.
Federico y Alejandro, que no tuvieron el valor suficiente para decirle al más joven que lo habían seguido, estuvieron de acuerdo y le entregaron una moneda cada uno a Bernardo, y así los tres hermanos tuvieron, en apariencia, dos monedas en el saco. Tal las cosas, regresaron a la casa paterna en silencio.
El viudo ya agonizaba en su lecho y al verlos les preguntó cómo les había ido en el viaje. Los tres le contaron a su padre una mentira diferente. Cuando éste les preguntó cuánto dinero traían, cada cual vació su saco con dos monedas. El viudo pareció sorprenderse:
—Qué extraño —dijo—. Les di 9 monedas a los tres y ahora regresan con 6. Y yo en casa me quedé con otras 9 monedas, y también ahora tengo 6, pues algún ladrón debió haber entrado por la noche y robó 3.
Los hijos mayores bajaron la cabeza, en silencio. Bernardo, en cambio, no le sacó la vista de encima a su padre.
—Lo que haré —continuó el viudo—, es darles a cada uno una parte proporcional de lo que queda de la herencia, porque yo ya estoy viejo y moriré en cualquier momento.
Y les dio otras dos monedas a cada uno diciendo:
—Ahora soy libre de morir en paz: cada uno de mis hijos tiene 4 monedas de oro, y una larga vida por delante.
Sin embargo, esa misma noche, luego de masticar la injusticia, los hermanos mayores visitaron llorando la habitación de su padre y delataron a Bernardo. El padre los miró y les dijo:
—No me cuentan nada que ya no sepa. Todas las noches vi a Bernardo a través de la ventana dormir en la caballeriza y tomar una moneda cada madrugada, hasta llegar a tres.
—¿Y por qué no lo detuviste, entonces?
—Porque Bernardo no estaba haciendo más que quitarme el dinero que tarde o temprano sería suyo. Si hubiera tomado también las monedas que les correspondían a ustedes, lo habría detenido sin dudar.
—¿Y entonces por qué él ahora tiene 10 monedas y nosotros sólo 4 cada uno?
—Él tiene más porque fue capaz de traicionar a sus hermanos, y porque fue capaz de no cumplir el mandato de su padre. Y ustedes tienen menos porque le entregaron lo que no era suyo a alguien que los estaba engañando, sin intentar siquiera defenderse.
—¡Pero eso no es justo, padre!
—¡El mundo tampoco es justo, hijos míos, pero es aquí donde viven, y no en otro! En este mundo que no es justo tendrán que crecer cuando yo no esté para defenderlos. Esta lección deberán aprenderla más temprano que tarde.
Federico y Alejandro se miraron entre ellos, y luego al viudo.
—Creo que hemos comprendido, padre —dijo el mayor—: trataremos de cuidar mejor lo poco que nos queda.
Afuera se oyó el abrir y el cerrar de una puerta, y luego un raudo galope de caballo. El viudo sonrió.
—Lo poco que les queda es nada, hijos míos —dijo el padre—. Por lo que supongo, Bernardo acaba de tomar vuestras 8 monedas y ha emprendido el viaje más largo de su vida.
Federico y Alejandro corrieron escaleras abajo. Revisaron los sacos que estaban en sus habitaciones y confirmaron el presagio del viudo: estaban vacíos, no había un centavo dentro. Tampoco estaba Bernardo en su lecho, y faltaba uno de los caballos. Desesperados, volvieron a la habitación del viudo, que agonizaba.
—¿Y ahora qué será de nosotros? —dijeron— Ya no tenemos nada.
Y el viudo habló así por última vez:
—Las 18 monedas que se ha llevado Bernardo son falsas —les mintió—. Las verdaderas están enterradas bajo el naranjo del jardín. Son 36.
Desentiérrenlas por la mañana, tomen cada uno 12 y entréguenle las otras 12 a Bernardo. Ahora sí cada uno tendrá lo suyo. Puedo morir en paz.
Tras decir aquello, el viudo expiró.
Los hijos desenterraron las monedas pero se repartieron 18 cada uno, robando así la parte de su hermano menor. El viudo, desde el cielo, supo entonces que ahora sí los tres tenían 18 monedas por cabeza y que también los tres habían aprendido a desoír el mandato a su padre y traicionar a un hermano. Ahora sí —pensó el padre— los jóvenes podrían conquistar el mundo.