En Europa no se consigue (*)
5m
Play
Pausa

Compartir en

Versión original:
Una playlist de 125 cuentos

Compartir en:

Estuve casado quince años con una española, y la primera cosa horrible que pasó en la convivencia tuvo lugar una madrugada de junio del año 2002. Yo estaba acostumbrado a mis orígenes argentinos y di por sentado que ella, mi mujer, se iba a despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial de Japón. Ni en pedo.

Cristina, al igual que el resto de las mujeres españolas, siguió durmiendo durante esa y durante todas las madrugadas de junio. ¡Yo no sabía que podía pasar eso! Casi me muero de tristeza mirando el mundial solo, a las cinco de la mañana, en un sofá en Barcelona. Porque el único motivo por el que un argentino acepta vivir en pareja es que la mujer lo mime en medio de un partido complicado.

Yo no sé cómo funcionará el amor en otras familias, pero en mi hogar mercedino el amor de madre (o el amor de esposa, para mi viejo) alcanzaba su máxima expresión cuando Chichita, en mitad de un partido trabado, asomaba la cabeza por la puerta y preguntaba:

—¿Siguen uno a uno?

A mi vieja le importaba una mierda el resultado del partido. Pero en esa pregunta («¿Siguen uno a uno?») había otra pregunta escondida. La pregunta tácita era: «¿Cómo está mi familia? ¿Son ustedes felices con este empate transitorio, o tengo que preocuparme y cocinar pastafrola?». ¡Esa era la pregunta!

La mujer argentina, desde que es hermana menor, desde la cuna misma, ve llorar a su padre, a sus tíos, a sus abuelos.

Esto no les pasa mucho a las mujeres del mundo. En todos estos años de machismo desatado, ver llorar a un hombre no fue tan fácil en otros países. Y esto, el llanto masculino, marca para siempre a la mujer nacional. Sabe esta mujercita, desde la niñez de sus trenzas lo sabe, que el hombre sufre. Que no es tan macho. Que el hombre se angustia y llora y patalea, que hace puchero frente a un córner a la olla en área propia cuando faltan dos minutos.

La mujer argentina, y la brasilera, y la uruguaya (no la chilena, la española tampoco, pero sí la rioplatense), nace sabiendo cuál es la pasión que envuelve a los varones de la casa. Y no solamente eso: la mujer argentina guarda en su memoria para siempre el recuerdo feliz de cuando su padre la llevaba, sobre los hombros, a la cancha y le explicaba los secretos del fútbol desde una tribuna llena de otros hombres con otras hijas en brazos.

Y cuando por fin se convierte en novia, en amiga, en esposa, por pura fotosíntesis conoce los horarios de los partidos mejor que nadie, intuye el significado metafísico del orsai, disfruta de los mundiales, sufre las eliminatorias complicadas, sabe de fútbol a veces más que un hombre o, como mi vieja, se aparece con la bandeja del mate para preguntar si la cosa sigue uno a uno, con el corazón en un puño, con el miedo genético de no querer ver sufrir a su manada.

Durante el Mundial de Japón, cuando Argentina quedó eliminada en primera ronda, en España eran las seis de la mañana y yo estaba solo en un sofá de Barcelona, con los dientes apretados y sin nadie que me diera un mate, o que me dijera «No es nada, negrito, en cuatro años llega Alemania 2006 y la rompemos». Nada. La luz de la cocina estaba apagada; en la cama grande dormía una mujer ajena al pitido final y a mi angustia. Pero no solamente Cristina dormía: dormía toda España.

Abrí la ventana de la calle y no había una puta luz en ningún edificio. Nadie lloraba por la calle. Los taxistas hacían su ronda feliz por el barrio de Gracia. Y entonces pensé en Buenos Aires. Allí era todavía mayor la madrugada; en aquel Buenos Aires nocturno, después de empatar con Suecia y quedar afuera, millones de mujeres empezaban a consolar a su familia. Madres, novias, esposas, hijas, amigas, nietas, abuelas inclusive, todas en camisón y con los ojos llenos de espanto, empezaban a cocinar pastafrolas y a balbucear frases de amor al oído de sus hombres tristes.

Gracias a Dios, en 2002 yo vivía en planta baja, porque si no aquella madrugada yo hubiera saltado por el balcón. ¿Para qué vivir, si Argentina ya no estaba en el mundial, si yo ya no estaba a gusto en este mundo, si ya nada ocupaba su lugar en el universo? Pero, como se sabe, antes que argentino soy cobarde, y no me suicidé un carajo.

Hice algo mejor, me parece, después de esa noche. Tuve dos hijas. Y en la final del próximo mundial de fútbol, cuando Argentina empiece jugar la prórroga, cuando mi corazón esté a punto de estallar, mis dos hijas van a estar al lado mío, en el sofá, temerosas de mi infarto, inmensas, convertidas en todas las mujeres que perdí.

Hernán Casciari