Todos los compañeros de la infancia que vemos de golpe en la madurez, ¡pero todos!, se parecen al hombre elefante. Son monstruos que vuelven malheridos desde el patio del recreo.
A mí estos caradeforme me asustan mucho. Lo peor es que, cuando te reconocen por la calle, se acercan. ¡Quieren charlar! ¿De qué puedo hablar con esta gente? Prefiero la seguridad que da el amigo viejo, la amistad silenciosa del que va creciendo al lado mío, no el abrazo de un tipo que ya creció del todo y sin mí.
Ver a un chico convertido en un hombre es aterrador.
Los caradeformes sensatos (y me crucé con varios) fingen que no te vieron y siguen su camino. Esas son personas amables, esos son ex amigos fieles que no quieren la humillación de un encuentro no deseado. ¡Yo brindo por ellos! Los caradeformes que huyen son seres nobles que después comentan con la esposa: «Che, esta tarde me lo crucé al Gordo Casciari, un amigo de la escuela». «¿Y qué tal?», dice la esposa. «Naaa… Nos hicimos los boludos».
¡Sí, señor: ahí está la gente que vale la pena, esos son los hombres que están salvando al mundo! No existe un estúpido más grande que el que no sabe hacerse el estúpido.
El caradeforme que me crucé anoche me dijo:
—¡Gordo viejo y peludo! ¿Qué es de tu vida?
Eso me dijo.
A mí me causa gracia la ingenuidad de preguntar sobre la vida de la gente. ¿Qué biografía puedo improvisar en dos minutos? ¿Qué esperan que diga?
—Mirá, desde los trece años, que dejamos de vernos, empecé a drogarme. Después hay un fragmento difuso y un día aparecí en España con mujer y una hija. Después me infarté, me volví. Ahora tengo otra mujer y otra hija.
No. Imposible decir esto. Hay que optar por la hipocresía portátil:
—Bien, acá andamos: tirando. A vos se te ve bárbaro.
Esta opción es suicida, porque perdés el turno y el caradeforme toma la palabra y te cuenta cosas de su vida que te chupan un huevo.
Este caradeforme del que hablo, el que me abrazó y me contó su vida por la avenida Cabildo, el único culpable de esto que estoy contando ahora, se llama Agustín Eduardo Felli. Quiero decir su nombre completo acá, por la televisión.
Agustín Eduardo Felli, mercedino, clase setenta y uno. Antes de verlo anoche, yo me acordaba de algunas cosas sobre él. Su segundo nombre, por ejemplo (siempre nos acordamos el segundo nombre de las personas de la escuela). También sabía la fecha de su cumpleaños, en qué evento se partió un diente, en qué posición jugaba al fútbol en nuestro equipo. Estos datos, a través de los años, para mí son suficientes.
Agustín Eduardo Felli, no tenías derecho a mostrarme tu calvicie prematura ni a explicar la dolorosa y lenta muerte de tu padre. Me gustaría volver atrás en el tiempo y no tener esa información. Me hubiera gustado decirte:
—Mirá, Corcho, preferiría que te callaras la boca, que no me dijeras nada. Sigamos caminando cada cual por su vereda de Cabildo y olvidémonos de esto. Va a ser mejor para los dos.
Yo no odio a Agustín Eduardo Felli, pero tampoco lo quiero ni lo estimo. Ni siquiera lo aprecio, que es el escalón más bajo del careteo. Los caradeformes parecen necesitados de afecto. Quieren hablar, quieren recuperar el tiempo perdido.
Lo peor de toparnos con un caradeforme es que nos obliga a ver, en el reflejo de sus ojos, nuestra propia deformidad.
Yo también era un nene en tu memoria, Agustín. Yo también tenía la vida por delante y buscaba tu sonrisa de una punta a la otra punta del salón de actos. Yo me acuerdo el número de tu teléfono cuando los teléfonos tenían cuatro cifras, y me acuerdo la voz de tu papá cuando atendía. De tu papá que estaba vivo, y no agonizaba con dolor. Y tu cara, Agustín, que no era la cara de un viejo pelado. ¿Por qué no haber dejado las cosas así, compañero?
Lo lamento mucho, Agustín. Lamento en lo más profundo de mi corazón que, desde anoche y para siempre, nos hayamos convertido en dos hombres repugnantes.