Al principio, como si te hubieran puesto delante de la puerta un inofensivo caballo de Troya, no olfateaste el peligro que representábamos para tu cultura ancestral. Somos una plaga simpaticona, eso es cierto; a primera vista no te dimos problemas, como los marroquíes; ni asaltamos tus coches en la carretera, como los peruanos; ni asesinamos a tu esposa e hijos, como los inmigrantes del Este. Al principio te sentiste segura con nosotros, España; bajaste los brazos. Y ahí fue donde nos hicimos fuertes.
Paulatinamente empezaste a sentir cierto temor. No solamente nos quedábamos con tus mujeres, también comenzamos a quedarnos con los empleos cualificados de tus hijos y cuñados. Por tus calles, antaño, circulaba el viejo chiste: «El mejor negocio, comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree valer». Ahora por tus calles circula otro chascarrillo, más punzante, que no te hace tanta gracia: «No le des empleo a un argentino, porque en seis meses será tu jefe».
Ay, España, España… Hay que estar más atenta, m’hija. ¿No notaste que tus hijos, al ver a una mujer guapa, empezaban a decir «pibón»? ¿No relacionaste que esa palabra viene del lunfardo «piba»? ¿No oíste a tu juventud empezar a decir «guita» en lugar de «pelas»? Así empiezan las colonizaciones: desde los arrabales. Me extraña España, que siendo mosca no nos conozcas.
Después te mandamos a Darín envuelto para regalo, y tus mujeres empezaron a acartonar la medibacha. Cada verano, puntualmente, les damos a tus hijos una dosis de Daniela Cardone, para que se hagan la paja con carne argentina.
Nuestros triunfos han sido imperceptibles a tus ojos. Pero nosotros los festejábamos saltando de alegría en los sofás y tirando papelitos. Sabemos cuándo una publicidad de tu tele se hizo en Buenos Aires, sabemos cuándo un guionista es argentino. Hace un mes, cuando tu televisión comenzó a pasar —sin siquiera doblarlo— el spot de mayonesa Calvé, supimos que habías perdido otra batalla.
La guerra ha sido lenta, y vos también presentabas pelea: no nos dabas los alimentos básicos, España. Esa fue siempre tu estrategia. Sabés muy bien que no podemos vivir a arroz y pescado, que nos moriríamos si sólo probáramos el cocido, el pan con tomate, y los pinchos. Y vos nos dabas eso para comer. Nos dolía; sangrábamos en silencio.
No hay una puta cosa en tus panaderías que tenga dulce de leche. No sos amiga de lo dulce, España. Al hojaldre lo rellenás de atún. Al bizcochuelo de chocolate le metés… ¡chocolate líquido! Tu escasez peninsular de dulce de leche casi nos hace desistir e irnos, casi nos hace claudicar. Lo confesamos.
Pero somos como las hormigas negras; somos feroces y creativos. Entonces descubrimos que si comprábamos leche condensada y la hervíamos (con lata y todo) durante cuatro horas, teníamos un sustituto que nos daba fuerza. No era Chimbote, pero podíamos seguir respirando. Y así tuvimos, durante un tiempo, dulce de leche para seguir corroyéndote las entrañas, España.
Creció entonces la venta de leche condensada en toda la península ibérica. Un doscientos treinta por ciento. La empresa «La Lechera» volvió a tener ganancias netas después de catorce años. Pero para nosotros la lucha continuaba sin cuartel. El dulce de leche es nuestra gasolina, y no podíamos esperar cuatro horas para zamparnos una cucharada y seguir peleando por lo nuestro. Eran muchas horas, y además las ollas se nos oxidaban.
Estuvimos a punto de irnos, España. En serio. Estuvimos a ésto de dejarte en paz con tus paellas y tus corridas de toros. Hace un año nos juntamos todos en la clandestinidad: las hormigas negras, Daniela Cardone, Calamaro, todos nosotros. Votamos. Y por una pequeña mayoría decidimos aguantar un poco más.
Por eso ahora estamos felices. Porque ayer, España, caíste por fin rendida. Ayer la raza más fuerte se puso en pie, en toda su fantástica altura. Te puede el capitalismo, España, te puede el dinero. La empresa «La Lechera», al ver que el consumo de leche condensada había crecido gracias a nosotros, sacó por fin esto al mercado:
¡Ay, España, ahora empezá a correr! No sólo nos das combustible ilimitado para acabar con tus ruinas, sino que además lo envasás con pico antigoteo. Ahora sí que no nos vamos más. Vamos a cogernos a tus mujeres con doble ímpetu y ellas parirán hijos españoles que tomarán mate día y noche. Sí, sí, España, oíste bien: todos tus nuevos hijos tendrán apellidos que terminen con «i».
Ahora no, porque ahora ni siquiera te diste cuenta de que has perdido la batalla final. Ahora no, España. Pero dentro de muchos años, cuando desde Cataluña a Andalucía, desde Cantabria hasta Melilla, todo el mundo diga remera en vez de camiseta, cuando el presidente de la Real Academia se cambie el apellido por vergüenza, ese día, España, mirarás para atrás y descubrirás que la debacle de tu pueblo comenzó la mañana de verano que se puso a la venta el dulce de leche «La Lechera». Y ese día fue ayer, 28 de julio de 2005.
Feliz día de la independencia, España. Perdiste.