Esto que ha sobrado me lo llevo a casa
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Todos los desechos reservados

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Uno de los espectáculos más divertidos que han surgido a raíz de la crisis económica global, es observar los malabares que hacen los países para que sus ciudadanos vuelvan a tirar cosas útiles a la basura. 

A los Estados les molesta ver a las señoras cocinando otra vez con papas, cebolla y carne; les inquieta que no compren ya tanta comida hecha, con su plastiquito, con su envase metálico, con su sobreprecio. Al Estado le alarma mucho ver a un adolescente reparando su teléfono móvil. O a un señor metiendo la cabeza en el capó del coche. O a un cuñado cambiándole la válvula al televisor. Los objetos no están hechos para ser reparados, por el amor de Dios. Reparar es mersa, es grasa en el primer mundo. Por eso las campañas ecológicas gubernamentales piden a gritos el reciclaje. ¡Ciudadano, recicle! Este imperativo de los buenos tiempos era un sinónimo taimado, era un eufemismo de Ciudadano, tire todo a la basura, pero en bolsas de tres colores. Tire el celular viejo cuando aparezca otro con altavoz, tire el televisor cuando aparezca uno más chato. Tirar y comprar de nuevo. Eso era lo que estaba bien visto en los tiempos de las vacas gordas. Ahora reciclar se ha convertido en reparar. Se ha convertido en cocinar. Se ha convertido en corregir, rehacer y componer. Y de a poco, estos verbos en infinitivo — todos hijos de la posguerra— dejan de ser grasas y de ser mersas.

Hasta hace poco, en España estaba muy mal visto pedir las sobras en los restaurantes. Era una costumbre de turistas asiáticos o inmigrantes americanos. A mí me pasó: una noche de 2002 me dejé una paella por la mitad y le dije al camarero que me llevaría el resto a casa. Qué ingenuidad, qué tic tan tercermundista. El camarero me trajo el pedido en una bandeja de aluminio, sin chistar, pero noté su media sonrisa irónica, y también oí al resto de los comensales voltear la cabeza y murmurar a mis espaldas. Me fui de allí avergonzado, con mi paquetito de arroz amarillo entre los dedos. Ahora la práctica empieza a ser moneda corriente. Ahora son los propios restaurantes quienes te alientan a que lo hagas. Y el español medio ya no siente vergüenza en pedir la media botella de tinto que sobró en la mesa, o lo que ha quedado intacto en los platos de los hijos. Y se estimulan diciendo: «Yo lo he pagado, por lo tanto es mío». Y salen del sitio con la frente bien alta.

Pero ahí están los Estados, inquietos, viendo cómo la basura media del ciudadano europeo cada vez pesa menos toneladas. Les resulta insoportable constatar que nadie tira ya al vertedero las pilas, las sobras, los teléfonos, los envases, los coches y los televisores. Y que los poquitos que van al restaurante piden ahora las sobras. «Hay que reactivar el consumo», dicen a gritos los gobiernos; el ciudadano debe volver con urgencia al antiguo desdén y al despilfarro; la industria del papel de regalo, del telgopor y del envase inútil no puede desaparecer. Porque si desaparece, ¿a quién le decimos que recicle, a quién le decimos que el mundo necesita que la basura vaya en tres bolsas de colores diferentes? Con lo bonito que es dar órdenes civilizadas y verdes.

Hernán Casciari