La semana pasada, dos profesores del octavo curso decidieron hacer una hoguera para que los alumnos, chicos y chicas congelados de catorce años, dejaran de castañetear los dientes y pudieran seguir la clase con atención. Hasta aquí, una historia penosa —pero también cotidiana— de los obstáculos educativos en el tercer mundo. El problema es que los profesores utilizaron, para avivar la fogata, el único papel disponible en la escuela: los libros. Quemaron los más gordos, aquellos con mayor cantidad de papel; fueron al fuego volúmenes de sánscrito que encontraron en la biblioteca, manuales de lengua urdu recién llegados del ministerio, pulposos diccionarios (cómo no) y los libros de matemáticas que los propios alumnos llevaban en sus mochilas. Todo al fuego, para que la sangre volviera a circular por las venas.
Al día siguiente un grupo de padres denunciaron en la comisaría del pueblo a los maestros, acusándolos de quemar los libros de la escuela, que son un símbolo de la cultura y un patrimonio común. «Informé al inspector de educación del distrito y lo denunciaré ante el juez para que tome medidas contra los profesores », dijo el jefe del consejo local, Shyam Deo Prasad, mientras la noticia era recogida por las agencias de todo el mundo y muchos otros lectores de diversos países también ponían el grito en el cielo.
Resulta fascinante la devoción que todavía suscita el sustantivo «libros» entre las personas que han recibido educación suficiente. Y también llama la atención la repugnancia que les provoca el verbo «quemar » a aquellos que han recibido esa educación en medio de un clima templado. Para ellos, el sustantivo «libros» no parece aceptar matices. Quemar libros está muy mal; leer libros está muy bien. No importa si se queman para que unos chicos no mueran de frío, ni tampoco importa si se leen mayoritariamente los peores. El sustantivo «discos» no tiene tanto pedigrí: si uno dice «ayer borré un millón de PDF con clásicos de mi disco rígido» la sobremesa sigue su curso. Pero si otro informa «tiré al contenedor un montón de libros después de la mudanza», alguien dirá, compungido, «¡los hubieras donado!» y los demás brindarán miles de opciones tendientes a la preservación eterna de cualquier obra, por buena o pésima que sea. Muchos conservan una susceptibilidad pre-tecnológica respecto del valor de los libros. Una demasiada intensidad emocional sobre las acciones de quemarlos, donarlos, preservarlos, robarlos, prestarlos o usarlos. Lo más sorprendente es que, técnicamente, se pierde más cultura cuando se estropea un disco rígido extraíble de 160 gigas que cuando se queman todos los volúmenes encuadernados de una escuela, para que los alumnos puedan calentarse.