Fiestas del hemisferio norte
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Los países que tienen la desgracia de pasar diciembre y enero entre bufandas y estornudos celebran la Navidad sin ganas, como si el festejo fuese una tortura que hay que soportar una vez cada doce meses. Como los chequeos médicos, como las declaraciones juradas.

En algunas partes de España, donde viví más de quince años, ni siquiera existe Papá Noel. Lo que hacen es conseguir un tronco de madera, lo tapan con una frazada y le pegan con un palo hasta que «caga» regalos. Este ser sobrenatural no viene del polo, ni tiene barba, ni es gordo, ni va en trineo. Este ser es un tronco. Y los chicos cagan a palos al tronco toda la noche. Ese es Papá Noel.

A pesar de esta tradición violenta, en las Fiestas del hemisferio norte los petardos suenan más despacio, los parientes más enojados nunca llegan a las manos, los regalos de Melchor son más caros pero valen menos, en las mesas no hay pionono ni mucho menos salpicón de pollo, y los chicos se congelan como cubitos antes de que llegue el ser sobrenatural que corresponde a cada región y se chamusque el culo en la chimenea.

Yo conozco las ventajas y las desventajas de pasar fin de año con frío y con calor. Pasé mis primeros treinta diciembres en el hemisferio sur, abriendo la heladera cada dos minutos para buscar hielo. Y después, durante quince diciembres, cagué a palos a un tronco al lado de una estufa, como un esquimal achanchado.

Lo más preocupante de las culturas frías es que no se puede sacar la mesa al patio para ver llegar el nuevo año. Y eso genera que las conversaciones sean tediosas, sean programadas. No sé por qué pasa esto, pero el español, cuando está bajo techo, tiende a construir sobremesas sin gracia. En cambio, cuando lo alumbra la luna, las estrellas o los faroles del jardín, el español se da el lujo de ser natural, de tirarse pedos sin disimulo y de decirles cosas chanchas a las cuñadas.

En España, a las doce de la noche del treinta y uno de diciembre, todos los televisores de todas las casas están prendidos; eso es lo que se llama empezar el año para el orto. Generalmente, en la tele se ve a unos personajes conocidos, abrigados hasta el cuello, en una plaza pública donde hay un edificio con un reloj enorme. Cada año, los españoles acostumbran comer una uva por cada campanada que suena en la tele, hasta tragar exactamente una docena en doce segundos. Esto les parece a todos muy divertido, porque fingen atragantarse o fingen que les cuesta mucho.

En la parte del mundo donde yo nací, acá, nadie sabe exactamente qué programa pasa la tele a las doce de la noche del treinta y uno de diciembre. Me imagino que alguna misa, o una película donde Jesús es lindo. La gente normal está en el patio a esa hora, peleándose con los mosquitos y los cascarudos. Yo creo que la presencia cercana de insectos nos ayuda mucho a liberarnos de los códigos y de los reglamentos. No es lo mismo conversar cuando el animal más cercano es un locutor de televisión que charlar mientras una vaquita de San Antonio te va caminando por el brazo.

En España no hay insectos en Navidad. No hay ventiladores, ni patios, ni espirales contra los mosquitos. Tampoco suena la sirena de los bomberos a las doce en punto, ni se ilumina el cielo con fuegos artificiales mortíferos, ni un vecino saca el revólver y tira un balazo al aire, ni otro vecino muere al instante por culpa de la bala perdida, ni se cae tu suegro borracho a la pileta, ni la gente se pasa la tarde cor294 tando frutas para la ensalada, ni las amigas de tu hermana se aparecen a la una y media para ir a bailar, semidesnudas y alegres, ni te llama por teléfono a las doce en punto un pariente emigrado desde España para decirte que allá ya son las cinco de la mañana, que todos duermen y que en las calles desiertas hay dos grados bajo cero.

Durante quince años ese pariente estúpido que llamaba a Buenos Aires era yo. Esas comunicaciones telefónicas me revolvían el estómago.

Porque detrás de la voz de mi vieja o mi papá o mi hermana, detrás de la conversación trivial y del cómo la están pasando, detrás de los deseos recíprocos de felicidad, yo siempre escuchaba los gritos veraniegos, los estruendos y los petardos, a los chicos que gritaban o se tiraban a la pileta, las sirenas. Yo escuchaba la música de fondo.

Yo escuchaba todo eso en el teléfono, cagado de frío, aburrido y solo, trasnochado, del otro lado del mundo.

Y a veces, cuando pegaba bien la oreja al teléfono, también podía escuchar mi voz, mi propia voz de los veinticinco años, mi voz antigua allá al fondo, arrastrando las erres, conversando con mi cuñado al final de la parrilla.

Hernán Casciari