Fin de semana
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Seis meses haciéndome el loco

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Aquí dentro los fines de semana tienen la misma importancia que las vacaciones para un vago: son alegrías ajenas, descansos en una escalera que nunca hemos de subir ni hemos de bajar. ¿Qué importancia puede tener para nosotros el frenesí del viernes por la noche, la dejadez del sábado por la tarde, o la nostalgia de los domingos, si cada uno de los siete días de la semana son idénticos, malhumorados y perversos como los enanos de Blancanieves? 

Una vez cada siete días oigo al doctorcito V. decir, para sus adentros pero en voz alta, la siguiente frase: 

—Ah, gracias a Dios que ya somos viernes… Se le ponen los ojos en blanco, agradeciendo que el carrusel de la semana está ubicado en la víspera del descanso. Setenta y dos horas después lo oigo despotricar: 

—¡Otra vez el puto lunes!

Para uno, que está aquí encerrado, estas frases son absurdas y, más que nada, repetitivas y torpes. ¿Qué ocurre los sábados y los domingos que todo el mundo está desesperado por que lleguen? 

¿Ocurre que las personas tienen un poco de eso que llaman «tiempo libre», ocurre que está el fútbol, ocurre que pueden emborracharse de noche, ocurre que follan por la tarde, ocurre que comen pizza, ocurre que pueden conversar más de dos minutos con el niño? 

Yo creo que los fines de semana están sobrevalorados. No son algo bueno en sí mismo. Pero generan esa ilusión óptica porque las personas no hacen nada bueno los cinco días restantes.

Mis fines de semana son cualquier día que yo escoja. Si me voy al patio y hace sol de invierno, me siento y cierro los ojos, estoy en un sábado tranquilo de otoño. Si me encierro en mi habitación, apago las luces y pongo la música fuerte, me mezclo en un viernes por la noche único. Si camino cabizbajo por los pasillos pensando en que todo es una mierda, me hundo en el atardecer de un domingo lluvioso.

Tú, querido amigo que pasas por esta columna del periódico, leerás esto un día viernes, o un sábado, o un domingo (ya el lunes pondré otra cosa). Estarás, seguramente, encantado de que ya sea viernes, y previendo lo que harás mañana.

La libertad te da esa ventaja, pero también te regala la rutinaria pesadez de llegar, en pocas horas, al tedio del domingo por la tarde, donde todos tus sueños se desvanecen y los problemas reales vuelven a asomar en el horizonte. 

Yo te envidio los viernes por la noche, porque todavía tienes esperanzas. 

Tú deberías envidiarme los domingos, porque yo no tengo un mañana.

Xavi L.
(Personaje de una novela de H. Casciari)