No sé explicar este aparato desde la razón, por lo tanto utilizaré las emociones: el Cerebro Mágico era algo que de un lado tenía preguntas y del otro lado tenía respuestas. Lo demás, como su palabra lo indica, era fruto de la magia más hermética. Gracias a un mecanismo secreto —que es el día de hoy que no logro entender—, si tocabas una pregunta con un cable y la respuesta acertada con otro cable, ¡zas!, se prendía una lucecita y te hacía, además de sabio, inmensamente feliz.
Con este primer juego del futuro supe, por ejemplo, que Ameba no era un país, y que Fangio había nacido en la misma ciudad en donde vieron la luz los alfajores Balcarce. Sólo había una pregunta que el Cerebro Mágico no contestaba: la pregunta era «cómo funciona el Cerebro Mágico». El día que lo desarmé para ver cuál era el truco, descubrí que cuando rompés un juguete del futuro todas las preguntas del mundo vuelven a ser un misterio: la luz de la sabiduría nunca volvió a encenderse.
Lo bueno de aquella época era que el progreso avanzaba con un ritmo loco. No había tiempo de llorar por el juguete roto porque enseguida llegaba a tu casa, de la mano de la plata dulce, otra cosa mejor. Así, un día, cayó en mis manos un paquete que no necesitaba baterías ni electricidad para dejarme embobado: se llamaba El Juego de Química.
Pocas veces fui tan feliz como la tarde en que despedacé ese envoltorio amarillo. No era un juguete como los anteriores, es decir, de una pieza. Éste tenía alrededor de doscientas boludeces, una más peligrosa que la otra. Tubos de ensayo, pócimas de colores, un microscopio de verdad y hasta un cuchitril para prender fuego (igualito al que tengo ahora para hacer la fondiú de queso).
Cuando me regalaron el Juego de Química entendí, además, que ya era grande. Si mis padres me dejaban jugar con carbonato de sodio, azufre y fuego, es que confiaban en mí. Mal hecho, porque la felicidad —igual que las cortinas del comedor— duró una semana.
Cuando se fueron los bomberos y mamá empapeló de nuevo el living, me trajeron el Juego de Magia, para que no echara en falta la pérdida del de Química, que había quedado chamuscado e inservible en el garage, junto con todas las cosas rotas. El Juego de Magia era impresionante y me olvidé en un minuto de todo lo demás: venía con unas cartas trucadas, con unas bolas rojas que se convertían en azules, con una valija de mago profesional llena de trucos sorprendentes y con dos sogas que parecían unidas pero no. Lo mejor era un ‘Manual de Mago’ que te explicaba qué había que responderle a los que querían saber la trampa.
El Juego de Magia era, sin dudas, lo mejor que había tenido hasta entonces porque, además de aprender jugando, podía engañar a los chicos del barrio y sacarles la plata. Todo fue de maravillas en mi temprano estudio de la prestidigitación, hasta que tocó timbre el padre de Pablo Giorgetta, caliente como una pipa, porque según él yo me había quedado con diez mil pesos del hijo. Esa noche fue terrible:
—¿Vos le robaste un marrón a Pablito Giorgetta? —me preguntó mi mamá cuando acabamos de cenar.
—No señor. Se lo hice desaparecer que es distinto —respondí ofendido.
—¿Y a dónde está la plata?
—En el éter —el manual decía que había que responder a los preguntones con evasivas, pero no decía que después venía un sopapo.
—¡Decíme dónde está la plata, hijo de puta! —insistió mi mamá después del primer golpe.
—¿Sabés guardar un secreto? —pregunté sangrando.
—Sí.
—Yo también —dije, calcando los consejos del ‘Manual del Mago’.
Chichita, que no era muy dada a la suspensión de la realidad, me reventó entonces la cabeza contra el aparador y tuve que romper las reglas de la magia:
—El billete está el compartimiento secreto de la cajita amarilla —informé, llorando como un cobarde, y esa medianoche se acabó mi futuro por los Casinos de Norteamérica.
Después de un mes de penitencia feroz me regalaron el primer walkie-talkie, y las anteriores felicidades de haber tenido otros juegos quedaron del tamaño de un alegrón modesto. Durante semanas no me separé de mis dos transmisores. Les tenía tanto cariño que no quería prestarle el segundo aparato a nadie, por lo que no me quedaba más remedio que hablar solo.
Ponía el transmisor «A» en el baño y me iba al comedor con el transmisor «B». Desde allí, me decía cosas. Soltaba el «B» y salía disparando para el baño a contestarme por el «A». De este modo aprendí dos cosas fundamentales para mi edad adulta: que en esta vida hay que saber escucharse a uno mismo, y que practicar ejercicio en casa nunca viene mal.
Al walkie-talkie, que yo me acuerde, solamente se lo prestaba a mi mamá. Yo iba a hacer los mandados y le dejaba el segundo transmisor, con el íntimo deseo de que ella se acordara de alguna cosa más para comprar. Y mientras yo hacía la cola en el almacén de enfrente, esperaba ilusionado que ella me llamara y me dijera:
—¡Ah, me olvidaba! Traéte también una polenta mágica, cambio —pero jamás me dio el gusto. Cuando me cansé de oírme a mí mismo quise saber cómo estaba hecho por dentro y lo rompí.
El único problema de esta desaforada industria de los ochenta era que me había tocado vivir en un pueblo. Y es que los juguetes más adelantados llegaban un poco tarde a Mercedes; siempre había algún primo porteño que tenía las cosas seis meses antes que uno. Si yo iba a Buenos Aires a alardear de Cerebro Mágico, ellos ya tenían el Master Top. Si yo me presentaba con el Juego de Magia, a ellos los habían llevado a ver Holliday on Ice. Lo único bueno es que, cuando venían ellos a Mercedes, yo les mostraba el pasto y se quedaban muertos de envidia.
Mi historia con los juguetes del futuro terminó un día de finales de 1981. Me acuerdo patente cuando mi papá trajo a casa el mejor invento del siglo veinte: la televisión en colores. Era una JVC que venía en una caja gigante, y tenía control remoto. La antigua tele, al lado de ésta, era una cagada marrón de dinosaurio. Al ver la nueva no entendí cómo había hecho, durante 10 años, para mirar las cosas como las miraba. Lo primero que apareció, cuando papá prendió la JVC por primera vez, fueron «Los Dukes de Hazzard». Casi me pongo a llorar de la felicidad, y necesité compartirlo. Corrí al teléfono como un desesperado:
—¡Es anaranjado! —le informé al Chiri jadeando— El chevy de Bo y Luke… ¡es anaranjado!
Hasta entonces al auto lo veíamos medio gris perla, y la serie no tenía mucho sentido, a no ser cuando aparecía la prima Daisy, que era otro invento buenísimo.
Desde aquella primera vez que me senté frente a una tele a colores, y hasta el día de la fecha, no me levanté nunca más del sillón. Han pasado años, nuevos inventos, largas mudanzas, he vivido en diferentes países, han habido guerras y mundiales de fútbol; incluso tengo una hija. Pero que yo sepa, siempre estuve frente al mejor juguete de todos.
Y estoy terriblemente feliz de que Nina no tenga que pasar por todos los juguetes intermedios antes de llegar al verdadero y único juguete que vale la pena. Ella ya tiene su tele: ya puede sentarse tranquila y olvidarse de todo lo demás.