Hoy, buscándola en este cuaderno, descubrí que todavía no he hablado mucho de mi madre; algún día lo haré, corazones, porque era una mujer especial. Ella fue la persona que me habló por primera vez de alguien a quien llamaba «Julito».
Lo vio una vez solamente, en Chivilcoy, porque él también era profesor en una Escuela Normal. Lo vio en la sala de profesores y se enamoró como una tonta. Mi mamá tenía dieciocho años y él, veinticinco. Cortázar todavía no era famoso ni nada. Era un profesor muy joven que había llegado desde Bolívar a dar clases de letras.
—Estábamos todas embobadas —me contaba mamá muchos años después—, porque era alto, tenía los ojos claros, separados como los ojos de un gato, y más que nada tenía cara de nene, pero de nene hombre. Las alumnas y las maestras no podíamos dejar de mirarlo.
Mamá lo vio solamente esa vez, pero siempre le siguió la pista, porque de a poco su «Julito» empezó a publicar poesía y algunos cuentos en las revistas. Cuando ella se casó, Julio se fue a vivir a Francia. Y cuando yo nací, en el cincuenta y uno, apareció su primer libro de cuentos: un libro precioso que mi mamá me leyó muchas veces; tantas, que cuando lo releo me acuerdo más de la voz de mi mamá y de mi infancia que del escritor.
Yo de libros no entiendo, porque en la época que podía haber disfrutado con esas cosas tuve que trabajar, y ahora que puedo, la casualidad quiere que escriba. Pero una vez fallecida mamá, dos de las personas más importantes de mi vida salieron muy lectoras, y gracias a ellos (a mi hermano Francisco y al Nacho) Cortázar siguió entrando y saliendo de casa como si fuera un tío solterón y buena gente.
Una vez me llevé a Mar del Plata una novela del «Julito», pero no pude. No entendí nada. Me desmoralicé, porque me la llevé pensando que la iba a leer de punta a punta. En cambio ese primer libro de cuentos, de tapas amarillas, gastado, me gustó siempre muchísimo y todavía lo hojeo, sobre todo en verano.
Hace muchos años le pregunté a mi hermano qué tenía Cortázar, por qué era tan bueno escribiendo, y me acuerdo patente lo que me dijo:
—No sé si es tan buen escritor, Mir, pero es uno de los mejores amigos que tengo.
Francisco lo adoraba. Tanto lo quería, que cuando supo que lo estaban buscando, pobrecito, había metido en un bolso una muda de ropa, un cartón de jockey club y su edición de Rayuela destartalada. Pero no hizo a tiempo a irse del país ni de ninguna parte. No pudo irse.
Muchos años después, y sin haber conocido a su tío, el Nacho me decía casi lo mismo:
—Si Cortázar viviera, viejita, tendría un blog, y no sé si sería el mejor blog, pero mientras los otros tendrían solamente lectores, el suyo estaría lleno de amigos.
Mi mamá lo sobrevivió a mi hermano, y por eso se murió tan pronto: de tristeza. Pero estaba viva el día que los diarios dijeron que Julito se había muerto en París de leucemia. Vivíamos en su casa, el Zacarías, el Nacho chiquito y yo. La Argentina empezaba a tener democracia y un poco de esperanza, después de tanto desastre. Fue un doce de febrero caluroso, de hace veinte años.
—¡Qué contento se va a poner mi hijito cuando lo vea, va a estar menos solo! —dijo mamá, llorando, cuando vio la noticia en la tapa del Clarín, y el Nachito, mirando la foto, no sabía que más tarde ese hombre de los ojos separados sería también su amigo.
Yo no soy una gran lectora, ustedes ya lo saben. Yo no sé nada. Pero tres de los seres que más amé y amo en este mundo fueron felices y mejores personas después de haber conocido a Julio Cortázar. Y hoy, que dos de esas personas ya no están, y la que está se me fue a vivir tan lejos, toco con la yema de los dedos ese primer libro amarillo, ese Bestiario deshojado, y pienso que sí, que si ellos lo decían, ese hombre de ojos de gato, tan buen mozo, altísimo, también es amigo mío. Y lo quiero como si lo hubiera leído siempre, como si a mí también su amistad me hubiese cambiado la vida.