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Pausa
A mediados de agosto una lectora me mostró una foto de su hija, en piyama y con pantuflas, que leía muy oronda un libro mío. La foto es divertida porque la nena, que puede tener entre ocho y diez años, está cruzada de piernas y parece ajena al mundo. Al final, su madre me hace una pregunta, un poco en chiste y un poco en serio: «Casciari», me dice, «¿cuán alejados de los niños hay que tener tus libros?».
Un desperfecto técnico dejó el martes, durante tres horas, a ciento trece millones de usuarios de Gmail, el correo en línea de Google, sin servicio de mensajería. ¿Y esto es relevante? En estos tiempos parece que sí.
Estuve todo el fin de semana con un retortijón en el estómago por culpa de unas declaraciones de María Kodama a la prensa española: «A Borges le gustaba Pink Floyd», aseguraba, muy alegre de cuerpo, la viuda. Y no es que esté en contra de la música moderna; lo que me pone los pelos de punta es esta moda, contemporánea y ruin, de que los herederos saquen a relucir las intimidades de sus parientes inmortales. Sobre todo cuando lo que cuentan son esas pequeñeces de entrecasa que los muertos más han querido esconder.
Adela González, mi mamá, se recibió de maestra normal en el treinta y nueve, cuando las mujeres se quedaban en su casa y casi no leían un libro en toda su vida. Ejerció diez años solamente: hasta que se casó. Cuando nací se dedicó a criarme, y después a Francisco, mi hermanito, que en paz descanse. A los dos nos enseñó a leer y a escribir, mientras mi padre trabajaba en la imprenta.