Cuando empezó la secundaria los chicos nuevos notaron que a Lucía la traía (en auto) o una madre rubia, o un padre pelirrojo. Pero ella, morochísima, nunca se amilanó. Le explicaba a quien quisiera oírla que era adoptada, que había nacido en La Banda, en Santiago del Estero, que su mamá biológica había muerto en el parto, que no se sabía quien era su papá biológico, y que esa rubia y ese pelirrojo que la traían al colegio eran sus verdaderos padres. Los que la criaron, los que la amaron.
Decir rápido la verdad liberaba a Lucía en los recreos. Le encantaba decir rápido la verdad. Y también desactivaba las burlas de sus compañeros. Cuando alguno intentaba molestarla, ella respondía: «¿Vos sos adoptado? Mirá que solamente los adoptados podemos hacer chistes de adoptados». Y se ponía a contar chistes de adoptados, y todos hacían ronda para escucharla.
Lucía fue una chica alegre hasta los catorce años, cuando su dolor crónico en la pierna se convirtió en algo mucho peor. A sus compañeros de quince los invitó al cumpleaños y a ese cumpleaños ella entró con muletas, pero ya usaba silla de ruedas. Después empezó a usar únicamente sillas de ruedas.
Cuando empezó la universidad la llevaba en auto su mamá rubia, o su papá pelirrojo, pero ya nadie veía a una chica de rasgos diferentes. Veían la silla de ruedas.
Y si algún imbécil intentaba molestarla, ella decía: «¿Vos sos parapléjico? Mirá que solamente los parapléjicos podemos hacer chistes de parapléjicos». Y se ponía a contar chistes de gente en silla de ruedas, y todo en la universidad, sus compañeros se reían. Y se llenó de amistades.
Lucía estudió genética, y le gustaba decir, un poco en broma, pero bastante en serio, que no sabía si había elegido estudiar el ADN por adoptada o por paralítica. A sus padres, la rubia y el pelirrojo, les incomodaba el humor negro de su hija, pero la querían tanto (amaban tanto a esa chica), que se lo dejaban pasar.
Los padres de Lucía se llamaban Emilio y Ana, y desde los quince años de la hija, cuando empezaron los problemas graves, vivieron solamente para ella. Los mejores estudios clínicos primero; las mejores sillas con motor después. Cuando se recibió con honores, los papás se sintieron orgullosos, pero cuando Lucía consiguió un trabajo muy bien pago empezaron a temblar. Olfatearon que Lucía ya era adulta. Por eso cuando Lucía los sentó una mañana y les contó, una mañana de sus veintisiete años, que había comprado un PH, una casa chiquita para remodelar e irse vivir sola, para los padres fue un martillazo doloroso pero sin sorpresa.
No hubo forma de persuadirla. Al revés de lo que se podía pensar, eran ELLOS los que no podían vivir solos, no sabían qué hacer sin la alegría de esa chica en la casa. ¿Y si se te inunda la cocina qué vas a hacer? ¿Y si te salta la térmica? ¿Y qué vas a comer, hija? A todas las preguntas Lucía las contestaba con serenidad.
Les confesó que estaba buscando casas desde hacía más de un año, siempre plantas bajas, y que ninguno de los lugares que había visto le había parecido adecuado. Hasta que le mostraron esta casita en la zona norte y se enamoró.
También les dijo, a su papá Emilio, que la miraba serio, y a su mamá Ana, que lloraba en silencio, les dijo que quizás la herencia biológica le había impedido usar las piernas, pero que la otra herencia, la verdadera, la del amor de las personas que te cuidan, y que te quieren, construyen rampas que te permiten seguir. Y que ella necesitaba seguir, no quedarse ahí. «No pongan esas caras», les dijo Lucía, «es una decisión muy importante en mi vida, papá, mamá, vengan a ver la casa, ayúdenme a decorarla, no es un velorio, es algo para festejar».
Los padres de Lucía fueron, un poco a regañadientes, a ver la casa nueva de la hija. Manejaba ella, Lucía, hacía tiempo tenía un auto adaptado. Lucía era absolutamente autónoma. Su mamá iba en el asiento del copiloto y él papá atrás, en el medio, hablando.
Cuando llegaron, a Ana, la mamá, se le puso la piel de gallina, pero no supo por qué. Emilio, en cambio, reconoció el barrio. Estaban en Vicente López. En el momento en que Lucía les mostró la fachada de la casa que había comprado, Emilio y Ana empezaron a llorar.
Los dos habían estado en esa casa, cinco veces. La última vez, un 27 de diciembre de 2001, cuando la familia de tránsito les entregó a Lucía. Ellos conocieron a esa otra familia maravillosa, valiente, que cuida bebés hasta que el Estado les consigue padres definitivos. Esa familia había cuidado a Lucía desde los cinco meses hasta el año y siete meses. La habían amado en ese tiempo en que todo se configura en la cabeza de los chicos, en que la vida es una esponja. La habían alimentado, la habían arrullado y bañado en esa casa durante más de un año, en esas épocas en las que, en apariencia, no recordamos nada.
Pero ahí estaba Lucía, con veintisiete años, mostrándoles la cocina y el patio y las habitaciones a sus padres, que lloraban en silencio porque sabían todo. Ella no los veía, porque iba adelante en la silla, hablando con alegría del lugar: «No sé por qué», les decía Lucía, «pero en este lugar siento que voy a ser feliz».
Emilio no aguantó esa frase: se sentó en un tacho de pintura y se puso a llorar. Ana se acercó a su hija. Tenía los ojos llenos de lágrimas, la mamá. Ana pensaba en la genética, pensaba en las herencias, en las infancias llenas de amor, en los recuerdos que no tenemos conscientemente. Detuvo la silla de su hija, que hablaba de que la cocina tenía buena luz por la mañana, y la hizo callar.
«Lucía, amor, escucháme». Lucía hizo silencio y vio las lágrimas de su madre. «En esta casa, hija…», dijo Ana. Y se trabó, pero enseguida soltó tres palabras más, y fue todo lo que iba a decir antes de abrazar a su hija y dejarla libre. Le dijo:
«En esta casa, hija, aprendiste a caminar».