Cuando él empezó a desnudarla ella supo que caerían en la cama por inercia, pero Gabriel vio algo en la biblioteca de la chica, una grulla de papel, chiquita, y se detuvo. El inicio del sexo quedó en pausa.
—¿De dónde sacaste esto?
Fue extraño el cambio de actitud de él, como si de repente el cuerpo de Milagros no fuese lo más importante de la habitación. Ella le dijo:
—¿La grulla? Me la encontré en un colectivo… Vení.
Pero Gabriel no le hizo caso y se acercó al origami. Milagros se sintió incómoda.
—¿La puedo desarmar? —preguntó él.
—¿A la grulla?
—Sí. A la grulla.
—Obvio, sí, hacé lo que quieras —dijo ella, y sospechó que quizás él estuviera disimulando una eyaculación precoz. Le miró el pantalón, pero no era eso.
Entonces se cruzó de brazos, en actitud alerta. No supo si debía sentirse ofendida o con miedo. ¿Había metido en su casa a un loco?
Él tomó la grulla con suavidad, en la palma de la mano, y la observó de cerca, con la actitud de los relojeros. Puso la grulla sobre la cama. Miró a Milagros a los ojos y le dijo:
—Si esta grulla está hecha con un boleto del colectivo 211 que va de Santa Clara a Mar del Plata, a esta grulla que vos tenés en un estante de tu pieza… la hice yo.
Y entonces Milagros supo que no estaba frente a un loco, ni frente a un eyaculador precoz. Estaba frente al amor de su vida.
Había tenido otros novios antes, pero a todos siempre les faltaba algo y ella nunca sabía qué. O todavía peor: le buscaba razones absurdas a la ausencia del amor. Si eran lindos, no eran graciosos. Si tenían plata, la trataban como a una cosa. Si eran graciosos, eran feos. Si no tenían un peso había que pasarlos a buscar. Si cogían bien eran infieles. Si eran fieles, se aburría. Incluso una vez se encontró con un que era feo, pobre, infiel y aburrido, todo junto.
Pero ella siempre supo que todas esas características fallidas de sus parejas eran, en realidad, un problema de ella. Ahora, de repente, había en su habitación un chico ni lindo ni feo, ni rico ni pobre, que sin decir nada le empezaba a explicar qué le había faltado a ella toda la vida.
Le había faltado una gran historia para el inicio del amor.
Una historia que responda muy bien al «cómo se conocieron». Que esa respuesta no sea la de siempre: en un boliche, en el trabajo, me mandó un fueguito, era el hermano de mi amiga, en Tinder… Estaba harta de esos inicios mediocres. Necesitaba algo mejor para contarle a sus hijos.
En ese segundo, mientras Gabriel desarmaba la grulla, ella ya había armado el relato en su cabeza. Se lo contaría a sus dos hijos a la vez, una tarde de lluvia en la cocina:
«Papá y yo descubrimos que meses antes de conocernos nos habíamos subido al mismo colectivo a destiempo. Él un poco antes y yo un poco después. Papá venía de una feria de artesanos y le habían enseñado a hacer grullas de origami. Intentó la primera de sus grullas mientras volvía, con el boleto blanco del colectivo y, cuando se tuvo que bajar, dejó a su grulla en la ventanilla. Yo me subí a ese mismo colectivo media hora después y me senté en el mismo asiento que se había sentado papá; vi la grulla, por alguna razón me gustó mucho, y me la traje a mi casa. La puse en mi biblioteca y después pasó el tiempo. Un mes. Dos meses. Cuatro. Nadie nunca notó la existencia de esa grulla de papel, hasta que un día lo conocí a papá en un trabajo y lo invité a mi casa a tomar mates. Él entró él a mi habitación. Yo ya estaba muy enamorada, y él también, pero nunca habíamos tomado mate, y esa noche se dio. Cuando le di el primer mate vio que yo tenía una grulla en la biblioteca, y ahí supimos que nuestro amor tenía que ocurrir. Y que ustedes, amores míos, son hijos de esa línea de tiempo y de un destino implacable que se empecinó en que papá y mamá se conocieran».
Milagros vio y escuchó toda esa escena con sus hijos, la lluvia y la luz cálida de la cocina, y hubiera seguido, pero la interrumpió la voz de Gabriel, con la grulla ya desarmada, que le dijo:
—¿Sabés que sí? Es el mismo colectivo, pero vos viajaste un sábado, y yo un domingo. No es mi grulla, debe ser de algún otro hippie que también anduvo aprendiendo origami en la feria.
Milagros se puso pálida, se acercó a Gabriel y le dijo:
—Oíme bien lo que te voy a decir. Desde este momento, esa es tu grulla… y esto es lo que vamos a contar, porque yo no tengo la culpa de que vos hayas llegado un día tarde a la historia perfecta. ¿Me escuchaste, no?
Gabriel la besó con fuerza y supo que estaba frente al amor de su vida.