Chiri se ríe, incrédulo, porque es imposible. Al Negro Sánchez lo conocía todo el mundo en Mercedes. No era famoso: era tristemente célebre. La leyenda decía que el Negro Sánchez, a los nueve años, había sido campeón provincial de tiro con pistola, y que desde entonces se había convertido en un chico fibroso, oscuro y demencial. A los quince, ya tenía fama en todo el Oeste. A los dieciocho, se había trenzado en peleas sanguinarias con tipos más grandes que él, y los había mandado, uno por uno, a la clínica Cruz Azul. Se decía que el Negro Sánchez no dejaba moretones: dejaba politraumatismo encefálico.
La tarde que llamó a casa por sorpresa, la leyenda tenía veintitrés años, nosotros un poco menos, diecisiete, dieciocho, y las cosas que se comentaban sobre él traspasaban todas las fronteras. Vivíamos en la misma ciudad, pero en dimensiones distintas de la ciudad: Chiri y yo éramos dos loquitos sociables que andábamos siempre escribiendo guiones, haciendo revistas, escribíamos una columna en el diario; y él, en cambio, ya se había convertido en un personaje marginal frente al que las viejas se persignaban mientras cambiaban de vereda.
Chiri, por supuesto, pensó que el llamado era una joda. Así que se fue al otro teléfono a escuchar la conversación.
—¿Vos sos el Gordo Casciari? —me dijo la voz cavernosa del Negro Sánchez. Yo tragué saliva y dije que sí. Y él dijo:
—Estoy yendo para tu casa, salí a la puerta. Nos quedamos quietos, el Chiri y yo, cada cual en su teléfono. Salimos sin hablar. Al rato lo vimos doblar la esquina y pensamos que nuestra adolescencia, en ese momento, estaba torciendo el rumbo. A las dos horas de charla descubrimos que no. No nos habíamos encontrado con un mito viviente, sino con un tipo cansado de su fama pendenciera.
No parecía la clase de criminal salvaje del que hablaba todo el pueblo. Nos pedía ayuda gramatical para escribir unas cartas. Se notaba que tenía deseos intelectuales que no podía satisfacer en su ambiente marginal.
A nosotros nos asombró su lucidez, pero sobre todo la oscuridad de donde venía. Su inteligencia, mezclada con su epopeya, nos provocaba fascinación. Eran las cuatro de la tarde de un día laborable y Chiri lo invitó a tomar mate a mi casa. Por suerte no estaban mis viejos; la que sí estaba era mi hermana, que tenía catorce años y estudiaba piano en el comedor justo a esa hora.
Mi hermana me odiaba; a mí y a todos mis amigos. Entramos despacio, y cuando íbamos a encarar directo para mi pieza, el Negro Sánchez se quedó embobado con la música del piano y se metió en el comedor sin pedir permiso. Yo temblé, porque mi hermana era muy inestable en esa época, y era capaz de mandarlo a la mierda sin saber que era el Negro Sánchez, un tipo que había dejado paralítica a mucha gente por menos que un insulto. Chiri directamente cerró los ojos.
Mi hermana, al sentir presencias, dejó de tocar el piano y se dio vuelta. Nos vio a los tres ahí parados, y dijo lo que decía siempre:
—¡Rajen de acá que estoy estudiando, estúpidos!
El Negro Sánchez la miró fijo a los ojos, y se acercó. Chiri y yo supimos que había sido una mala idea invitar a casa a un criminal para hablar de sintaxis. Lo supimos, como casi todo en la vida, demasiado tarde. El Negro Sánchez seguía mirando a mi hermanita de catorce años a los ojos, y ella a él. Durante un siglo el silencio de todo Mercedes hizo equilibrio en la línea recta de esas dos miradas. Entonces habló la leyenda:
—¿Cómo te llamás? —dijo.
Y mi hermana contestó:
—Florencia.
—Mirá, Florencia, con tu hermano vamos a quedarnos acá en el comedor —dijo el Negro Sánchez—. Así que mejor que toques el piano otro día. Ahora quiero que vayas a la cocina y me prepares un té.
Al revés de lo que esperábamos, mi hermana se levantó del taburete, hipnotizada, y salió en silencio para la cocina. La leyenda se acomodó en el sillón, como si no hubiera pasado nada. Ni Chiri ni yo podíamos creer de qué modo aquel hombre oscuro había amansado a la fiera.
Cinco minutos más tarde, mi hermana volvió con una taza de té, y se la dejó en la mesita sin decir ni mu. Él tenía veintitrés años y ella catorce. Un año después se casaron y se fueron de Mercedes. Ahora tienen cuatro hijos y yo suelo pensar que aquella tarde el Negro Sánchez no vino a buscarme a mí.