La madre de las desgracias
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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Los que hemos sido inmigrantes, los que vivimos alguna vez muy lejos de casa, sabemos que en algún momento vamos a tener que sacar un pasaje urgente, vamos a tener que viajar doce horas en avión con los ojos en compota para ir al entierro de uno de nuestros padres.

Es un asunto horrible que les pasa, tarde o temprano, a todos los inmigrantes. Yo viví quince años en España, y me acuerdo de la madrugada de 2008, cuando sonó mi teléfono. Era mi mamá:

—Tenés que venir urgente —me dijo con la voz apagada de dolor—. Papá se muere.

—¿Estás segura? —le dije yo sin necesidad.

—Te estoy diciendo que se muere, pero todavía no sabe.

—Okey, mamá, me tomo el primer avión —le dije—, pero no le digas nada.

La conversación, dicha así, suena medio rara, y yo lo sé. Pero no es rara. Desde que soy chico, mi vieja siempre supo la fecha de la muerte de la gente cercana. Mi vieja es una especie de vidente. Siempre lo supo, uno o dos días antes de que pasara.

Tías, primos, abuelos, su propio padre, un cachorro que yo tenía, Totín. Un día volví de la escuela y mi vieja me dijo:

—Abrazalo mucho a ese perro que el dos de mayo le da moquillo y se muere. —Así me lo dijo.

Para mí es costumbre que mi vieja sepa la muerte de los seres queridos, por eso no me sorprendió el llamado. Así que antes de cortar le pregunté:

—¿Y viste cómo se muere? Y mi vieja me dijo:

—Lo agarra un auto mañana a la noche, vení rápido, Hernán, por favor.

Así que ese mismo jueves a la tarde conseguimos dos pasajes para el viernes por Iberia. No pudimos salir antes, había que dejar a la nena con alguien, encontrar pasajes, hacer la valija, adelantar trabajo, un montón de cosas. Yo en ese momento estaba casado con Cristina, mi primera mujer, que es española. Y no me animé nunca a decirle que mi mamá ve el futuro. Porque los europeos no te entienden esas cosas.

Todas las cosas raras que yo le contaba a mi exmujer sobre mi juventud en Argentina, ella las resolvía de dos maneras: o me decía «eres un mentiroso», o me decía «eso es realismo mágico». Una de las dos cosas, siempre odié ese prejuicio. ¿Por qué si un asiático levita es yoga, pero si levita un colombiano es un cuento de García Márquez? ¿Por qué? ¿Por qué si un hindú prescinde de todos sus ahorros es ascetismo, pero si lo hace un argentino es corralito? ¿Por qué?

Hay mucho racismo intelectual en Europa. Y mi exmujer nunca me hubiera creído que mi mamá es vidente. Entonces le dije que mi papá se moría, sin detalles.

Salimos lo antes que pudimos. La idea era llegar a Ezeiza el viernes a las nueve de la noche. Ahí nos esperaría un remís para llevarnos a Mercedes.

Durante el vuelo le dije a Cristina la verdad. Le dije que mi mamá era vidente. Ni me daba la cara para seguir mintiéndole. Y ella tuvo un ataque de nervios en el avión, «¡Tres mil cuatrocientos euros más tasas!», gritaba en el avión todo oscuro. «¿Cómo es posible que estemos tirando ese dinero porque tu madre está loca?».

Fue horrible ese viaje. Cristina se quedó callada durante las doce horas del vuelo, enojadísima.

A las diez de la noche llegamos a Ezeiza y nos subimos al remís que nos llevaba a Mercedes; le dije al chofer que hiciera lo posible por llegar antes de las doce. Fue un viaje trabado, denso, en el que no pude disfrutar de un paisaje que hacía años que no miraba.

Cuando pasamos por Luján tuve ganas de empezar a llorar, eran las doce menos cuarto y yo estaba volviendo a Mercedes para enterrar a mi padre.

Uno deja de ser chico cuando se muere el padre, pensé en ese viaje, no antes. Cuando se muere el padre. Tuve ganas de que Cristina me abrazara, pero ella seguía con cara de orto mirando para otro lado.

Cuando llegamos a Mercedes, le dije al remisero:

—Entre por la avenida Cuarenta —el remisero era porteño—, por aquella rotonda.

Le fui explicando todo y entonces apareció mi barrio. Las casas de mis amigos, los quioscos cerrados, las motitos con chicos arriba, la penumbra de siempre, los mismos baches.

El remisero seguía mis indicaciones porque no conocía el lugar. Le dije que pasara de largo por la avenida Veintinueve y que siguiera hasta la Treinta y Cinco y después a la izquierda.

El choque fue justo ahí, en la esquina de la Treinta y Cinco y la Cuarenta. Mi papá venía a pie desde la casa de un cliente. El remisero se había dado vuelta para preguntarme algo y no lo vio cruzar. Lo agarramos de lleno, a la altura de la cadera.

Hernán Casciari