La máquina de escribir
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Pausa

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Una playlist de 125 cuentos

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El otro día me encontré en la calle una máquina de escribir vieja. Una Olivetti, igualita a la que usaba mi papá. Y me la traje a casa. Mientras la limpiaba, me acordé de cuando tenía dos o tres años, y perseguía el ta-ca-tac que llegaba desde el comedor de mi casa. Cuando yo era chiquito, no había maravilla más grande que mi papá sentado frente a la Olivetti. Yo arrastraba una silla y me trepaba para verlo. Era increíble.

La fila de hormigas que aparecía en la hoja se detenía solamente cuando él se mordía el labio. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido ta-ca-tac. Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: ¡Plin! Había que mover el rodillo, o las hormigas se podían caer, y eso podía ser fatal. Y mi papá era mi héroe salvando hormigas.

En aquellos tiempos, lo único que yo quería de la vida era usar la Olivetti. Aprender a usar ese juguete; sentía que esa máquina era el mejor juguete de todo el mundo.

La Olivetti que encontré en la calle es idéntica a la que tenía mi viejo. Después de limpiarla la puse arriba de un estante, como si fuera una reliquia, y ahora la miro todos los días. Y cada vez que la miro, mi cabeza vuelve a las épocas en que yo no sabía leer. ¿Se acuerdan ustedes de cuando no sabían leer? ¿Se acuerdan de ese tiempo?

Cuando yo tenía dos, tres años, me fascinaba que los adultos se quedaran en silencio frente a las hojas enormes del diario La Nación, y que movieran los ojos para entender a esas hormigas en fila.

Una vez, yo estaba solo en el baño, y me concentré fuerte en una letra del diario que parecía un anzuelo (era una jota, pero yo no sabía), a ver si podía leer esa letra, y como no pude leer nada, pensé una cosa muy paranoica: pensé que los adultos tampoco veían nada en esos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad.

¡Qué enfermo, pensar eso a los tres años!

Y entonces salí de ese baño y le empecé a romper las bolas a Roberto, mi viejo, para que me enseñara el truco de leer.

Y una tarde, Roberto se apareció en casa con un libro que se llamaba Upa, su propio libro de lectura de primer grado, un libro muy peronista, y al día siguiente, tres años antes de que yo empezara mi escuela primaria, mi papá usó la Olivetti y me enseñó a leer y a escribir.

Yo no sé si mi viejo supo alguna vez que aquella época (1974 y 1975) yo me divertí como un chancho al lado de él. No sé si alguna vez le dije que, cuando yo tenía tres años, buscaba un gesto de asombro en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera ese gesto, cada vez que yo acertaba a una letra. Él levantaba las cejas y decía: «Muy bien, negrito». Y eso para mí era la gloria.

Yo aprendí a leer y escribir en el comedor de casa, mientras se freían las milanesas. Roberto volvía de trabajar a las ocho y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, desesperado, sentado en la Olivetti, para que él me explicara todo lo que había que saber.

Nunca, ninguna noche, llegó tan cansado como para decir hoy no.

Ahora mi padre está muerto. Pero cuando todavía estaba vivo y yo vivía en Barcelona, él me escribía mails preguntándome cómo hacer para instalar el Skype, o para encontrar un ícono perdido del escáner, y yo le contestaba con mucha paciencia de qué manera, usando el botón derecho, él podía poner un acceso directo.

Durante los últimos años de su vida le di un montón de trucos pelotudos de informática, y al hacerlo sentí que le devolvía un poco de lo que él me regaló en 1974. Pero no, ni en pedo. Nunca pude equilibrar, ni aunque le hubiera dado un millón de tutoriales…

Porque él, sin saberlo, me enseñó las únicas dos cosas que hago en la vida con pasión: leer y escribir.

Ahora yo vivo otra vez en Buenos Aires y de repente tengo una hija nueva que va a cumplir dos años en abril. Y en el comedor hay una Olivetti, y cuando veo a mi hija mirar con curiosidad esa máquina, sé que tengo delante de mis narices la única tarea fundamental de la paternidad: transmitir pasión. No hay otra cosa que hacer con un hijo más que eso. Transmitir pasión. Todo lo demás es pura casualidad.

Hernán Casciari