Pero sobre todo me fascina ésta, la Lexicon de Olivetti, porque reproduce los anhelos de mi infancia. Mil veces me levanté descalzo de una siesta y perseguí el ta-ca-tac que llegaba desde el comedor de Mercedes. Cuando tenía cuatro años no había maravilla más grande que mi papá sentado frente a su Lexicon, escribiéndole cartas a la Dirección General Impositiva.
Yo arrastraba una silla blanca y me trepaba para verlo. La fila de hormigas elegantes que aparecía en la hoja se detenía únicamente cuando él se mordía un labio; el de abajo. Y cuando levantaba las cejas volvía el sonido de la marcha: ta-ca-tác, ta-ca-tác… Lo que más me gustaba era que llegara al final de una línea, porque el mejor de todos los ruidos era el timbre del salto de carro: había que mover el rodillo o las hormigas se podían caer, desde la hoja hasta el suelo, y podía ser fatal.
En aquellos tiempos lo único que yo quería de mi vida era aprender ese arte; sentía que el artefacto —macizo, gris, y más que nada poderoso— era el mejor juguete que existía sobre la tierra. Y que saber usarlo por diversión sería, por lógica, el mejor de los juegos humanos.
Cristina esta semana —no sé por qué telepatía— puso la Lexicon huérfana que rescaté de la basura en un sitio privilegiado de la casa, así que ahora la miro todos los días. Y cada vez que lo hago, mi cabeza vuelve a Mercedes, a la época en que oía el traqueteo en el comedor, y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia por aprender a escribir.
Cuando yo tenía cuatro años me fascinaba que las personas grandes se quedaran en silencio frente a las hojas incómodas de La Nación, y que movieran los ojos para leer.
Una vez, solo en el baño, quise repetir el gesto adulto y entonces no me entretuve con los dibujos de Trudy ni los de Quintín García, sino con las letras indescifrables de los titulares. Las miré fijo, como si el proceso de leer no llegara desde la comprensión, sino de una postura determinada de los ojos —como los estereogramas que estuvieron de moda en los noventa—, pero no ocurrió ningún milagro.
Me concentré en una letra (entonces no sabía que se llamaba la jota) y pensé algo demasiado enfermizo: pensé que los mayores tampoco veían nada en aquellos garabatos, y que en realidad se burlaban de mí todo el tiempo para después, a solas, divertirse a costa de mi ingenuidad.
También supuse que crecer significaba que a determinada edad me dejarían ingresar al grupo de los chistosos, y que entonces yo estaría obligado a gastarle esa broma a mis propios hijos. Y que en eso consistía todo. Todo era, digamos, la vida y sus quehaceres.
Debo haberle roto mucho las bolas a Roberto para que me enseñara el truco; se lo debí haber implorado hasta con espanto, porque esa misma tarde apareció en casa un libro que se llamaba Upa, y al día siguiente, dos años antes de que empezara mi escuela primaria, mi papá usó la Lexicon 80 para enseñarme todo lo que sé.
Yo no sé si Roberto sabe que aquel año —1975— me divertí como un chancho. No sé si sabe que cuando yo tenía cuatro años buscaba un gesto en sus ojos, y que la curiosidad que yo tenía por aprender quedaba en desventaja frente a las ganas de que él hiciera el gesto de triunfo, que era el de levantar las cejas y decir «muy bien, negrito», y después buscar en mi mamá, en los ojos de ella, la otra mitad de la gloria.
Yo aprendí a leer y escribir en el comedor de casa, mientras se freían las milanesas en la cocina. Roberto volvía de trabajar a las ocho. Y yo lo esperaba con el libro Upa en la mano, sentado frente a la Olivetti, para que me explicara más. Ninguna noche llegó tan cansado como para decir hoy no. Cuando él abría la puerta y dejaba el portafolios en el sillón, se encontraban dos grandes obsesiones: la mía por entender, y la suya por que entendiera.
Hace un rato acabo de responderle un mail, explicándole cómo hacer para encontrar un icono perdido del escaner, y cómo —usando el botón derecho— colocar el acceso directo en el escritorio. Y cada vez que le escribo estos trucos pelotudos de windows, siento que le estoy devolviendo un poco de lo que me dio en 1975. Pero no voy a equilibrar nunca, ni con mil tutoriales. Porque él, sin saberlo, me enseñó las dos cosas que todavía hago con más tenacidad: leer y escribir.
Ahora, que en el comedor de mi casa hay una Lexicon y también hay una hija, tengo delante de mis narices la única tarea fundamental de la paternidad: trasmitir pasión.
Y vuelvo a sentir en la parte de atrás de la nuca esa impaciencia, esa alegría desbordada, como si otra vez tuviese cuatro años y las letras de la Olivetti fuesen garabatos por conquistar.