—¿Sos la fotógrafa de la fiesta? —preguntó la vieja, y la chica hizo que sí con la cabeza— ¿Cuánto cobrás por esto, nena?
La chica respondió por cortesía: «Menos de lo que quisiera».
—Qué fácil es tu trabajo ahora, ¿no? —siguió la vieja—. Ahora ya nadie le da valor a las fotos. Todos tienen un telefonito de mierda… Ustedes los de la generación de cristal pueden sacar miles de fotos y elegir cuál les gusta más. ¿Cómo se llama eso que hace ahora? —la mujer hizo el gesto de una metralleta—. ¿Ráfaga se llama? —la joven fotógrafa asintió—. Ustedes aprietan y después eligen. Es algo así como hacer un video y después encontrar la mejor versión del instante.
La fotógrafa de repente le prestó atención a la vieja. «La mejor versión del instante» no era una mala frase. Había algo extraño en la forma de hablar de la mujer, y no era el alcohol.
—Usted es fotógrafa, señora, ¿cierto? —adivinó la chica.
—Era. Ya no soy fotógrafa. Ese oficio hermoso ya no existe… Ahora existe eso que sos vos, gente con máquinas caras que filman todo y después eligen el fotograma… Un fraude. Ser fotógrafo era otra cosa. Había una mística que tu juventud ni siquiera intuye. Había que elegir muy bien antes del clic, nena. Había que dejar de respirar, intuir, gatillar y después cruzar los dedos. Porque el resultado no era inmediato. No, no. no… Había que esperar. Una cosa que ustedes ni saben qué es. Esperar. La generación de cristal no sabe esperar ni aburrirse. Los dos ingredientes más importantes del arte de la fotografía. ¡Y del arte en general! Nosotros teníamos nuestro cuarto oscuro en casa, casi siempre una habitación vacía o el lavadero. Ahí llevábamos los rollos a revelar. Los rollos normales te permitían sacar veinticuatro fotos, y la gente con más presupuesto compraba rollos de treinta y seis. Y esas eran nuestras opciones. Las balas de nuestra recámara: veinticuatro o treinta y seis —la mujer miró a la chica con desprecio y le dijo—: Yo te suelto en este casamiento con treinta y seis posibilidades y te hacés pis encima, querida.
La chica ya había cambiado su lente y se había levantado de la mesa, tenía que seguir trabajando.
—¿Ya te vas? Esperáte que te voy a contar algo mágico, que me pasó mi última noche como fotógrafa.
La chica volvió a sentarse. Le daba ternura la gente grande que se aferraba a sus nostalgias en los cambios de paradigma.
—Escuchá. Yo tenía tu edad, más o menos. Era intrépida. Me colé en un Parque Nacional con una colchoneta escondida, porque no te dejaban dormir de noche. Me escondí. Y cuando cerraron el parque busqué un claro. Quería sacar fotos del cielo estrellado con una obturación de treinta y cinco segundos (bueno, vos qué sabrás) y estuve haciendo fotos hasta las dos de la madrugada. Después me dormí, a la intemperie. A la mañana hice algunas fotos de flora silvestre y volví a casa. ¿Te aburrís? —preguntó la mujer al ver que la chica revisaba su teléfono.
—No —dijo la chica—. Siga.
—Al día siguiente revelé las fotos en casa, y entre la tanda de las estrellas y la tanda de la flora silvestre había una foto que al principio no reconocí. Una foto que no había sacado yo. Pero ahí estaba.
—¿Cómo era la foto? —preguntó la chica.
—Era un contrapicado, estaba tomada a diez metros del suelo. Se veía mi mochila abierta, los restos de lo que había cenado, y en el centro de la foto estaba yo, durmiendo, mientras amanecía.
—¿Y por eso usted dejó de ser fotógrafa?
—Sentí pánico. Pero como ves, este oficio en mis tiempos era mucho más intenso. Mucho más aventurero y mágico que gatillar y ver el resultado al instante.
La chica seguía escuchando, pero otra vez estaba miraba su celular.
—Perdón si te aburro, veo que ya estás de nuevo con tu telefonito.
—Estaba confirmando una sospecha —dijo la chica—. Mire, según creo, pueden pasar estas dos cosas. Una es que realmente le haya ocurrido esto, y en ese caso usted es sonámbula. En varias páginas aparece este mito urbano entre los casos de sonambulismo. De hecho usted tiene algunos rasgos laterales de sonambulismo, como la disociación y la ansiedad. O puede que me esté contando algo que leyó, porque la historia (tal cual me la contó) aparece como leyenda urbana en varias webs que recopilan mitos: siete veces en Canadá, tres en Nueva Zelanda y doce en Estados Unidos.
La mujer se puso roja, de vergüenza, o de rabia. Y dijo:
—No seas soberbia, criatura.
—Sí, soy soberbia —dijo la chica—. Soy soberbia y también soy de la generación de cristal, y también soy fotógrafa de eventos, y también aprendí a consultar la tecnología para constatar certezas y falsedades. Usted también es soberbia, pero no es fotógrafa. Porque con una obturación de treinta y cinco segundos las estrellas pierden nitidez a causa de la rotación de la Tierra. Lo que todavía no descubrí, señora, es si usted es sonámbula o mitómana. Si me quedo dos minutos más escuchándola, le saco la ficha. Pero me tengo que ir a trabajar. Disculpe