Una alarma inesperada
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Pausa

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Durante media vida lo más trágico que puede pasar es tu propia muerte egoísta, pero entonces llega algo y ¡zas!, te cambia para siempre el epicentro del miedo. Yo descubrí esto arriba de un taxi. Un rato antes me habían pagado un dinero que no esperaba por algo que ni siquiera era un trabajo. Entonces decidí no viajar desde la Capital a La Plata en un micro mugriento, porque lo mínimo que podés comprar con plata inesperada es comodidad. El problema es que elegí a un taxista que estaba a punto de cruzar un límite.

Me acuerdo muy bien la fecha: era el invierno de 2008. Yo había ido a Buenos Aires a presentar «España, decí alpiste» a un teatro, pero en medio del viaje había muerto mi padre y yo estaba un poco como bola sin manija. Hice mi presentación de todos modos y todo salió más o menos decente.

Una semana después mi amiga Carolina presentaba su primer libro en la librería El Ateneo, y me invitó a la presentación como moderador. Ella trabajaba con la Editorial Aguilar. Yo estaba muy decepcionado con Sudamericana, porque después de la presentación de mi libro, «España decí alpiste» no estaba en ninguna librería.

Cuando llegué a El Ateneo, la gente de Aguilar había puesto cientos de libros de Carolina, y todo el mundo que entraba compraba alguno. ¡Ah, cómo odié a los de Sudamericana! Pero todavía faltaba el broche de oro. Cuando terminó la presentación de Carolina vino alguien de Editorial Aguilar y me dio un sobre con plata.

—¿Y esto qué es? —quise saber.

—Nuestra editorial acostumbra pagarle a los que vienen a acompañar a los autores —me dijo la chica de Aguilar.

Yo pensé en el pobre Chiri, que había ido a ayudarme en mi presentación una semana antes. Y en Laura Canoura, que viajó a cantar desde Montevideo con su pianista… Los de Sudamericana no le habían dado ni la hora, ni un café con leche, ni un gracias. Qué emperrado estaba yo con mi editorial aquella noche.

Salí del Ateneo chinchudo, con el sobre de plata en la mochila. Ya era de noche. Tenía que cenar en casa de mi hermana, así que pregunté dónde podía tomar un ómnibus a La Plata. Me dieron una explicación tan llena de vericuetos que se me llenó el cerebro de pereza; entonces paré un taxi. Que pagara Aguilar.

Como sería un viaje largo, le pedí al taxista un precio fijo. El taxista era un muchacho de mediana edad, morochito, de ojos cansados, y no tenía la menor idea de precios fijos. Me explicó que manejaba el taxi desde hacía una semana, que el coche era de un primo, y que si era un viaje largo mejor, porque necesitaba el dinero.

Llamó por teléfono al primo y le pidió instrucciones y tarifas. El primo, por el manos libres, dijo un precio en voz alta.

El taxista me miró. Yo acepté y nos pusimos en marcha.

Salimos por Santa Fe y promediando la Nueve de Julio me di cuenta de que el chico manejaba nervioso. Primero pensé en cocaína. Después supuse que podía estar tenso por su inexperiencia al volante, pero no era nada de eso. La respuesta llegaría por teléfono.

El recorrido que estábamos a punto de hacer es de unos sesenta kilómetros. El teléfono del coche sonaría varias veces, pero la primera llamada ocurrió a la entrada de la Autopista, a la altura de la avenida Brasil. El taxista puso el manos libres y retumbó la voz de una mujer en el auto:

—¡Está cada vez peor, no sé qué hacer! —dijo la mujer.

—Te dije que la lleves a un privado y después vemos —gritó el taxista, y se saltó un semáforo en rojo.

—¿Con qué plata, Alberto, me querés volver loca?

—¡Sacála de casa, abrigada, y llévala al Durán, llevála a cualquier lado!

—¡Con qué auto!

—¡Decile a la conchuda de tu vieja que le pida el auto al marido! ¿Qué querés que haga yo? ¡Estoy en la Autopista La Plata!

La mujer empezó a insultar al taxista entre sollozos, pero se notaba que al mismo tiempo le hacía caso: se la oía caminar, resoplar y después un sonido de aire libre y bocinazos. En mi cabeza eso quería decir: alzó en brazos a la nena, bajó unas escaleras, la sacó a la calle.

El taxista también adivinó estos sonidos y dio indicaciones imprecisas. En un momento se oyeron sollozos en el teléfono; yo creí que eran de la mujer. Pero era el llanto de la nena. Lo supe porque el taxista, al escucharlos, crispó los puños sobre el volante y le dijo a la mujer que estaba en medio de un viaje, que no podía seguir hablando. Y cortó.

Durante un rato no nos dijimos nada. Pero al minuto, como si el taxista hubiera evaluado entre contarme o no contarme, me pidió disculpas y me explicó su drama entero.

Me lo soltó sin pausas, o por lo menos yo tengo el recuerdo de una parrafada que no tenía espacios, ni comas, ni matices. Me dijo que su hija desde hacía seis noches volaba de fiebre y que él se estaba separando de su mujer desde mucho antes pero que ahora la familia de su mujer decía que él se separaba para no hacerse cargo de la enfermedad de la nena y que él ya casi no dormía porque trabajaba de día en un corralón y de noche con el taxi del primo porque quería llevar a su hija a un hospital privado porque en los hospitales públicos la mandaban de vuelta a la casa con aspirinetas y que su mujer lo estaba volviendo loco.

Dijo algo así, o incluso fue más largo. Cuando empezó a hablar, el velocímetro estaba en ciento diez, pero cuando terminó ya íbamos a ciento sesenta. Me dio miedo, pero no dije nada porque el taxista hablaba sin grietas, como si estuviera ensayando frente al espejo un borrador que tendría que decir después.

La tensión estaba en sus manos, no en sus palabras. Yo le miraba los nudillos y buscaba a contrarreloj alguna palabra de ánimo, o de consuelo, porque iba a una velocidad tremenda por la autopista. Cuando encontré una frase para decirle, algo me lo impidió.

Empezó a sonar una alarma insoportable adentro del auto, una alarma potente y desesperada, como las chicharras contra robos de los coches estacionados.

Ni él ni yo entendimos qué pasaba, hasta que del manos libres apareció una voz metálica, grabada:

«Usted está saliendo del perímetro de la Ciudad de Buenos Aires», decía la voz, «necesita ingresar el código de seguridad».

La frase se repitió tres veces más, por encima de la alarma. El taxista no tenía la menor idea de lo que quería decir el mensaje y llamó a su primo con dedos torpes. El primo le dijo que era un sistema de seguridad del taxi. Nos costó entender la explicación, porque la alarma tapaba todo:

—¡Alberto! –gritó el primo—, seguramente pasaste el límite de Capital y el radar lo captó. Debés estar en Provincia. Hay que avisar que el pasajero no te estaba encañonando o no te robó el taxi. Anotá este número…

El primo le dio un número de seis cifras. El taxista lo tecleó en el teléfono y la alarma dejó de sonar. Se sintió en el taxi una paz vacía, irreal, parecida a cuando deja de sonar un lavarropas. Durante diez minutos viajamos en silencio. Yo miraba a cada rato el velocímetro, y de reojo vigilaba el gesto del taxista por el espejo.

Cuando sonó por última vez el teléfono faltaban diez o quince kilómetros para llegar a La Plata. Esta vez la mujer lloraba a los gritos y no se entendía muy bien lo que decía. Solamente escuchamos con nitidez la frase «está muerta». Lo dijo tres o cuatro veces, en medio de otras palabras cortadas, y después la consumió un llanto que me puso la piel como un rallador.

El taxista repetía a los gritos «Vanina, qué pasa» y la mujer respondía siempre las mismas dos palabras, pero él parecía no entender la respuesta y volvía a preguntar: «Vanina, qué pasa», y ella otra vez lo mismo. Fue un bucle de treinta segundos que se cortó en seco, como si el teléfono de la mujer se hubiera caído en un pozo.

No dijimos nada.

Hicimos de cuenta, el taxista y yo, que esa comunicación no había ocurrido. Ni el ‘Vanina qué pasa’ ni la respuesta de ella, monocorde y sin ritmo. Fue extraño ese silencio, porque estaba lleno de sordera.

En un momento empezó a cambiar el paisaje: se empezaron a estirar los árboles y las fábricas en la ventanilla. Tardé un poco en darme cuenta que la velocidad del auto se había disparado.

Me agarré con los dedos al asiento de adelante. El velocímetro estaba en ciento noventa y cerré los ojos. Los abrí y había pasado los doscientos. Cerré de nuevo los ojos y pensé dos cosas: o el taxista se quiere matar conmigo adentro, o quiere dejarme lo antes posible en La Plata para volver a Buenos Aires.

Le toqué el hombro, sin abrir los ojos:

—Dejame acá y volvé —le dije.

—¿Cómo acá? ¿Acá en la ruta?

—Acá mismo. ¡Pará acá!

Frenó sobre la banquina con una maniobra zigzagueante. Se dio vuelta y me miró a los ojos por primera vez.

Al verlo de frente, supe que era más joven de lo que pensaba: no tendría más de veinticinco años y estaba llorando desde hacía rato. Yo no me había dado cuenta de eso. Seguramente había hecho esfuerzos para evitarme el ruido de sus mocos.

—¿En serio? —me dijo—. ¿No te jode si te dejo acá?

Le dije que estaba todo bien, que podía llamar con mi teléfono a otro taxi. En realidad mi teléfono español no podía hacer llamadas locales, pero lo mío no era generosidad: era un miedo espantoso a que nos hiciéramos mierda contra un poste. Lo cierto es que yo quería salir inmediatamente de su drama.

Si el taxista tenía que matarse con el auto, que fuera de regreso a la capital y solo, no conmigo en el asiento de atrás. Sentí culpa por pensar de esa manera, pero fue lo que pensé. Entonces hice lo que solemos hacer los cobardes cuando sentimos culpa: saqué de mi mochila el sobre que me habían pagado los de Aguilar y me quedé con cien pesos. Cerré el sobre y se lo di entero, con todos los billetes adentro.

—El viaje y la propina —le dije.

El taxista miró la plata y ni siquiera hizo la actuación habitual de ‘no, hermano, no te puedo aceptar esto’. Pasó por encima de cualquier tradición pelotuda porque sabía que ese tire y afloje sería una pérdida de tiempo.

Me bajé del auto. Lo imaginé llegando al peaje y cambiando de carril como un rayo. Me quedé parado, con las brazos cruzados de frío.

Estaba oscuro y no había estaciones de servicio por ninguna parte. Tenía que empezar a caminar para algún lado, pero no pude: había una angustia horrible en las luces de los autos que iban y que venían. Y yo no me quería mover de mis dos baldosas de paz.

Entonces me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, y pensé en lo que no había querido pensar. Pensé en Nina y sus cuatro años. Pensé con terror en mi hija, que seguramente estaba en casa, durmiendo; y pensé en mi padre, que había muerto diez noches antes.

Sentí, de repente, que estaba cruzando un límite. Allí mismo, en ese momento. No un límite que separa la capital de la provincia. Era una frontera más intensa: había pasado de ser un hijo a ser un padre. Había pasado de no tener miedo nunca a vivir con pánico para siempre.

Aquella noche, en una zona imprecisa entre Quilmes y Berazategui, me empezó a sonar una alarma horrible en la cabeza. Y yo no tenía —nunca voy a tener— el código de seguridad para apagarla.

Hernán Casciari