La altura moral del fútbol
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Desde el 5 de septiembre de 1993 (y así será hasta el fin de los tiempos), cada vez que un colombiano se encuentre en el extranjero con un argentino, la conversación se detendrá siempre en «la manita». 

Así es como ellos le llaman, en la intimidad, a una goleada histórica que la selección amarilla le propinó a la albiceleste, en el estadio de River, durante las Eliminatorias del Mundial de Estados Unidos. Cinco a cero. Al salir del estadio aquella noche, o al apagar el televisor, los argentinos supimos que el futuro nos iba a deparar una conversación eterna con los colombianos, un triste punto de encuentro verbal en los ascensores del mundo, en los congresos, en las horas muertas de los hoteles, en los aeropuertos, en cualquier parte donde nos encontrásemos con un caribe. Y así ha ocurrido en los últimos quince años, y seguirá ocurriendo quince mil años más. Dos desconocidos que no se vieron nunca, ni se verán otra vez en la vida, oyen sus acentos respectivos y saben que han tenido un momento común en la vida, algo de lo que podrán hablar media hora sin la resaca de la inmediatez: uno reviviendo la alegría de la gesta sin euforia, el otro regodeándose en una vergüenza antigua, que ya no duele tanto.

El miércoles pasado, al apagar el televisor, supimos que no iba a ocurrir lo mismo (ni ayer, ni hoy, ni tampoco mañana o en el fin de los tiempos) cuando un argentino se encuentre con un boliviano en los ascensores o en los aeropuertos del mundo. No señor. Hay algo que no está en los reglamentos de los deportes, algo sobre lo que la FIFA nada puede hacer. Es terreno indefinido que deben sopesar los hombres con el criterio de la deportividad. Se busca todo el tiempo caminar sobre la línea de la ventaja. Entonces, no hay trampa cuando juega Bolivia de local. Puede hacerlo de esa manera, por qué no. Es lícito pactar un partido a tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, incluso cuando hay otras opciones menos molestas en el propio país. ¡Claro que se puede! Se puede, incluso, poner de enganche a la memoria genética, y en defensa a cuatro pulmones acostumbrados. Es legal que intenten la goleada de su vida contra once jugadores exhaustos, mareados, que no tienen piernas para bajar a defender. Es perfectamente justo plantar contra la raya a un once aclimatado, y de arquero a un tipo que nació respirando el aire denso.

No hay ninguna ley, en ningún deporte, que impida que el crack de tu equipo no sea un delantero, ni un mediocampista, ni un arquero, sino un accidente geográfico. Pero no habrá conversación amistosa en los ascensores, ni en los aeropuertos. No nos pasaremos media hora hablando del «seis a uno» con un boliviano, como sí haremos ad eternum con los paisanos de Faustino Asprilla y del Tren Valencia. Porque los colombianos, en 1993, jugaron tan bien, y nosotros tan mal, que los espectadores argentinos que llenaban el estadio aplaudieron a los amarillos de pie, a la vez que lloraban la derrota. En igualdad de condiciones no quedaba más que aplaudir. Los colombianos jugaron a la altura del fútbol. A la altura exacta.

Hernán Casciari