Esa tarde, cuando se cansaron de jugar al fútbol, mientras los padres dormían la siesta, Tomás se sentó a leer una historieta bajo un árbol y Matías se fue a caminar por el bosquecito. Hasta que diez minutos después Estela, la madre, se despertó sobresaltada, como si el cuerpo presintiera algo que la cabeza no terminaba de nombrar.
Al ver a Tomás solo, preguntó dónde estaba Matías. Y como Tomás no tenía idea, porque había estado concentrado leyendo, Estela despertó a su marido y los tres empezaron a buscarlo a los gritos.
Al rato escucharon unas pisadas sobre hojas secas y vieron a lo lejos a Matías, que venía con el gesto indiferente y los auriculares puestos. Los padres respiraron aliviados, pero Tomás miró a su hermano a los ojos y se quedó duro: el aspecto de Matías era el mismo, pero los gestos y el brillo en su mirada habían cambiado, como si un espíritu le hubiese ocupado el cuerpo durante su caminata por el bosque. Tomás no se animó a decir nada. Todos subieron al auto y volvieron a la casa.
Pero un mes más tarde los padres también se empezaron a preocupar. Matías tenía algo raro, aunque nadie sabía explicar qué era. Lo llevaron a médicos, le hicieron estudios clínicos, y le pagaron un psicólogo, pero el veredicto siempre era el mismo: Matías podía ser callado, podía incluso estar deprimido (¿quién no se deprime a los diecisiete años?), pero a grandes rasgos era un adolescente sano.
La madre, sin embargo, estaba cada vez más preocupada y se lo dijo a su propio terapeuta: «Ese chico es otra persona. No es mi hijo». Pero el analista le quitó importancia: «Es adolescente, su personalidad está cambiando. Va a tener que aceptarlo como viene».
Sin embargo la mujer no lo aceptó, es más: se obsesionó con el tema. Llevó a Matías a homeópatas, parapsicólogos y curanderas, volvió a fumar y a to mar, dejó de dormir, y empezó a mostrar un rechazo abierto a Matías: no lo quería tener cerca. El padre también estaba distante. Y Tomás tampoco la estaba pasando bien. Le daba miedo dormir en el mismo cuarto que Matías y tenía pesadillas con lo que a él llamaba su «verdadero hermano», el Matías que se había perdido en el bosque.
Algo se había roto en la casa. La canción que cada familia canta todos los días, esa repetición de gestos que les permite vivir juntos, ellos ya no la cantaban.
Matías producía tanto rechazo que nadie se quería acercar. Los amigos y los parientes dejaron de ir, y la vida familiar se volvió cada vez más oscura. Hasta que un día Estela directamente enloqueció. Tuvo un ataque de nervios y atacó a su hijo con un cuchillo, convencida de que Matías había sido penetrado por un espíritu que vivía en la madera de los árboles (lo había leído en una revista) y del que tenía que liberarlo. Al menos eso les dijo a los médicos del psiquiátrico.
La vida en la familia siguió sin la madre. O con la madre en otra parte, recibiendo las visitas de Tomás y del padre, a quienes ella les advertía que tenían que alejarse de Matías porque era un monstruo. Pero Matías siguió en la casa.
Años después, se recibió de ingeniero en sistemas, se fue a vivir a las sierra y formó su propia familia. Tomás y su padre, que siguieron viviendo juntos, tomaron la costumbre de ir cada tanto a visitarlo. Así fue que un domingo cualquiera, mientras el padre dormía la siesta, Tomás y Matías volvieron a estar solos, bajo los árboles, mirando la montaña.
Hacía veinte minutos que no se decían ni una palabra, hasta que Tomás observó a su hermano y tuvo la tentación de hablar del tema.
¿Quién sos?, quiso preguntarle. Explicáme qué sos, le quiso decir. Pero se quedó callado.
Después de todo, más allá de lo que hubiese pasado aquella vez en el bosque, ese extraño —con su silencio a cuestas— ahora era su hermano.