Noté cierto murmullo de asombro en la prensa de todo el mundo, observé imágenes de un grupo de científicos festejando con champán, abrazándose, etcétera, y supe por las fotos y por la tipografía de las portadas que algo había salido bien, quizá muy bien, después de mucho tiempo. Y me entró una gran felicidad; una felicidad sin argumento. Me sentí como los perros, que empiezan a mover la cola y a ladrar cuando ven a sus amos reírse de un chiste verde. Intenté leer, incluso, los recuadros para neófitos que aparecen en los diarios, casi todos llamados «Diez claves para entender el LHC» o «La máquina de Dios, una explicación para tontos», pero tampoco saqué nada en claro. Solo palabras y siglas: Big bang, CERN, agujeros negros, GRID, colisión de partículas, TeV. Pensé enseguida en toda aquella gente que, en mitad del siglo XV, no festejó, o no entendió, cuando Galileo descubrió que la Tierra giraba alrededor del sol, y no al revés. Me siento parte del grupo oscuro del mundo, el que ya no comprende lo nuevo. Es como si una parte mía dijera «está bien, hasta la moda de Twitter entendí todo, hasta las películas en 3D, quizá hasta la existencia del kiwi, que es una fruta inventada, hasta ahí todo bien, pero no me pongan más nada en la cabeza porque podría explotar». Antes, las noticias difíciles nunca aparecían en la tapa del diario sino en las páginas del fondo, y todo estaba en orden. Las noticias complicadas, casi siempre sobre ciencia, biotecnología y astronomía, pasaban desapercibidas. En esas épocas, quizá porque yo era joven, buscaba esos breves de la prensa, los recortaba y los ponía en el segundo cajón. A la noche estudiaba un poco y después usaba esas noticias para hacerme el interesante. Yo no sé muchas palabras científicas, pero me gustaba decir ‘enzimas’. Disfrutaba cruzarme con alguien y explicar cuestiones sobre ciencia, biotecnología o astronomía. Con el tiempo, todos mis amigos se dieron cuenta que, cada vez que yo decía ‘enzimas’, estaba mintiendo o haciendo literatura. Ahora me da la misma sensación, pero al revés: me explican el big bang, o por qué un telescopio es capaz de sacar fotos a algo que pasó hace una enorme cantidad de tiempo, y yo me quedo en blanco. No entiendo. En el fondo, sé muy bien que si de chico me hubiera dado la cabeza, me habría encantado ser investigador o científico, pero la verdad es que no me creo capaz de responder las tres preguntas fundamentales: a dónde vamos, de dónde venimos y quiénes somos. Escribir es lo segundo que te queda cuando no te da la cabeza para descubrir cosas. Escribir (en realidad imaginar, mentir, crear) es una hermosa metáfora de descubrir e investigar. Si yo pongo una mosca en un microscopio no creo que pueda decir de qué murió, pero si el lector se quiere dejar engañar, puedo entretenerlo un rato contándole cuáles eran los conflictos de la mosca mientras volaba. Con esa excusa me quedo, cada vez que me hablan sobre el Colisionador de Hadrones. Es consuelo de tontos.