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Pausa
Hace unos meses le supliqué a mi tataranieto Woung que no me dijera nada sobre mi vida en el futuro, y con buen tino cumplió mis deseos. Al irse de casa, me reveló algunos datos interesantes sobre cómo sería la vida del hombre a finales del siglo XXI, pero me dejó a medias con otros temas de interés. El viernes, al revisar el correo, vi un sobre extraño, demasiado moderno para mi gusto. Era una carta de Wuong, en la que me explica, con pelos y señales, cómo serán nuestros próximos veinte años.
Durante todo el fin de semana tuve un forúnculo en el cachete derecho del culo. Me dolía cuando me sentaba, me dolía cuando me paraba, cuando me acostaba. Me dolía.
Algo ocurrió esta semana, pero se me escapa el qué. No entiendo nada sobre todo lo que se escribe y se dice alrededor del Gran Colisionador de Hadrones (LHC, por sus siglas en inglés).
Esta semana se ha recibido en España —con más alarma que vítores, todo hay que decirlo— al gerontólogo inglés Aubrey de Grey (Londres, 1963), que se ha despachado con la teoría de que, en un futuro no muy lejano, «los humanos viviremos mil años, en una especie de eterna juventud».
Una de las grandes ideas que tuvimos en la reunión grupal con el psiquiatra (ocurre una vez al mes) es comenzar a hacer un periódico sobre lo que ocurre aquí dentro. Nada presuntuoso. Solo un pliego impreso por ambos lados, con las noticias sobre los enfermos, escritas por los enfermos. Por ejemplo, el gran titular de portada, hoy, sería: EL NIÑO ANDONI HA DICHO SUS PRIMERAS PALABRAS.
Entre muchas otras cuestiones, el doctorcito V. me pregunta (documento en mano) si deseo donar mi cuerpo a la ciencia.
—¿Ahora?
—No, hombre —me dice—. Después de muerto.