Mucha gente piensa que aquí somos flacos, escuálidos y traslúcidos a causa de la mala alimentación. Y eso es falso. Yo tengo la suerte de ser el enfermo mental más gordo de toda Cataluña y el reino de Aragón, con ciento trece kilogramos exactos en la báscula. Y creo que también soy el que
tiene más dientes, pero esto nunca se ha llegado a confirmar.
A mí, más que comer, lo que me agrada es acumular los alimentos, tocarlos y hacer con ellos naves espaciales. Por eso, desde siempre, me siento a la mesa con los internos más flacuchos de cada hospital. En la actualidad comparto los almuerzos y las cenas con el Gelatinas (treinta y ocho kilogramos), con el Vizconde (cuarenta kilogramos) y con el Niño Andoni (treinta y cinco kilogramos). Entre los tres hacen el mismo peso que yo cuando estoy desnudo.
El Vizconde, por ejemplo, nunca prueba alimentos que contengan el color amarillo. Es decir que los días que hay paella y flan de huevo, él se queda en ayunas y yo tengo ración doble de segundo y postre. De ningún modo se puede decir que le hurto la comida: él me la ofrece siempre, con sus regios modales.
El Vizconde sigue a rajatabla un código de buenas costumbres muy singular en la mesa y en su vida diaria: saluda siempre a cada paloma con un buenas tardes, rechaza los alimentos según el color, únicamente golpea a la gente cuando está dormida, mastica el agua treinta y tres veces antes de tragar, nunca se lleva a la boca cucarachas en presencia de enfermeras, y según dice, sueña en francés. El Vizconde no es de mis mejores amigos, pero me siento con él a la mesa porque desecha lo amarillo.
El Gelatinas sí es mi amigo. No voy con él porque sea escuálido sino porque es una buena persona. Y también porque al estar a su lado, me siento un poco más cerca de su hermana Francisca. Pero, todo hay que decirlo, también me aprovecho de sus raciones.
Ocurre que el Gelatinas se mueve todo el tiempo a causa de un tic nervioso (de allí su nombre de guerra), y arroja al suelo la mitad de lo que se lleva a la boca. El pobre ha intentado con tenedores de siete dientes, con cucharas ortopédicas, y hasta ha probado comer directamente del plato, como los perros y los etíopes, pero todo le resulta vano. Siempre el suelo queda perdido con los restos de almuerzo del Gelatinas. Yo lo que hago es sentarme a su lado, darle conversación, e ir trayéndome las sobras caídas con el pie, para que parezcan sobras mías. Después, cuando nadie me observa, las pongo en una bolsa y me las voy comiendo durante el resto de la tarde.
Las mesas del instituto son para cuatro personas. Como he dicho, yo me siento al lado del Gelatinas y frente al Vizconde. En diagonal, entonces, tengo al ser más repugnante del hospital: el Niño Andoni.
Este es un enfermo de cuarenta años, o quizás ya más, que se siente un bebé pequeño. En general los bebés pequeños actúan de forma repugnante, pero se les perdona porque hace poco tiempo que están en el mundo. Pero cuando estas mismas cosas las hace un señor nacido en la década del sesenta, y con un bigote enorme, ya da un poco de asco.
El Niño Andoni se caga en cualquier sitio, por ejemplo. Pero lo peor no es eso, sino que cuando lo hace, en lugar de ir a cambiarse al baño, se echa al suelo y llora. El Niño Andoni se ríe cuando te escondes detrás de una servilleta y después apareces diciendo «aquí ta». Eso no es malo. Lo malo es que te pide que lo vuelvas a hacer, y después otra vez, y otra, y otra. Jamás se aburre con ese juego, y puedes perderte toda la tarde haciéndolo feliz. El Niño Andoni es tan repugnante y absurdo como un bebé de diez meses, pero sin la ventaja de ser mono y tierno.
Lo único bueno que tiene el Niño Andoni es que, cuando estamos en la mesa, solamente toma los alimentos que pueden meterse dentro de un biberón. Toma el puré, toma la sopa y bebe el agua. Pero las patas de pollo, las judías, las manzanas, las patatas y los cachos de pan los deja intactos. Yo siempre le miento que en mi habitación tengo una trituradora; le digo que me llevo las sobras para hacerle la papilla por la tarde, y él me sonríe y asiente. Después le hago el juego de la servilleta y se olvida de todo, como les ocurre a las criaturas pequeñas.
Si no fuese por mis tres amigos escuálidos, yo no podría mantenerme en este peso ideal, robusto y fornido, ni podría jugar todas las tardes con la comida ajena.